ISLANDIA: LA ISLA DE LAS EMOCIONES. LOS MEJORES REGALOS SE LLAMAN MOMENTOS.

Érase una vez un lugar en el planeta Tierra donde habitaban todas las emociones juntas.

Érase una vez un paraíso natural con forma de isla donde las estrellas sonreían mientras las auroras boreales bailaban, donde los colores del viento se percibían destellantes cuando éste se enfurecía, donde se escuchaban las voces de las montañas, tiernas voces, emitidas cuidadosamente por unos seres mágicos en forma de piedras, mientras el sonido que dejaba el silencio alimentaba la paz y las piedras tomaban vida.

Érase una vez un lugar en el que la melodía de cada gota de agua en el descenso de imparables cascadas, provocaban el llanto de los glaciares en su deshielo, poderosas melodías, como las que acompañaron a nueve personas que durante once días se convirtieron en familia: la paloma islandesa.

Érase una vez un lugar del Universo donde el sol brillaba y, al amanecer, rebosaba de felicidad por comenzar un nuevo día, disfrutando cuan niño pequeño con su juguete preferido para esconderse cansado, al atardecer, por haber vivido un torrente de energía durante el día y en una perfecta convivencia con la lluvia, la nieve y el viento. Cuando el sol cerraba los ojos para renovar energías, llegado el ocaso, abatido de tantas risas daba vida a la luna, que con la protección de su aureola iluminaba en la oscuridad lagunas y valles sigilosamente.

El viento silbaba salvaje, las rocas, aunque molestas por la luz, se sostenían firmes ante la adversidad, los ríos se deslizaban provocando, en ocasiones, el espectro de colores que sostenía el arco iris sobre el que se dibujaba el pentagrama de notas musicales, el sol atardecía entre sus mares y valles, y los pajaritos rezagados, con sus polluelos, contemplaban el sol de cara dejando atrás las sombras, felices ante el brillo de la luz tan especial que les ofrecía el día en la parte sur de la isla.

Érase una vez un mágico lugar donde la tierra palpitaba y respiraba en forma de volcanes, donde a través de fumarolas y lava hirviente desahogaba su corazón, donde el latido de los geyser cada pocos minutos provocaba lágrimas de emoción.

Un lugar vivo, donde existía una perfecta convergencia del crujir misterioso de la nieve helada, en una encrucijada con el fuego ardiente, que agarrando por bandera el amor, calmaba la frialdad del hielo.

Érase una vez un hermoso y bello lugar, un inolvidable lugar, donde todas las emociones convivían al mismo tiempo, donde los mejores regalos se llamaron “momentos”, de esos que no se compran, que si se buscan no se encuentran, de esos que se viven y se sienten, que son indescriptibles con palabras y se sienten con el corazón, de los que hacen sonreír mimetizándote con las sonrisas de las estrellas, te provocan escalofríos en la piel como el hielo al percibir los colores del viento,  te mantienen atenta ante la voz cariñosa de las montañas y despiertan lágrimas de emoción ante la banda sonora de imparables cascadas, momentos mágicos regalados por la fuerza imparable de la naturaleza, que de una forma tan gratuita me regaló Islandia.