LA ESENCIA DE SVALBARD ENTRE DESAYUNO Y DESAYUNO
La primera vez que tuve noticias de este viaje supe que, si algún día lo hacía, lo iba a ver.
БoлbШoЙ (Bolshoi) fue el nombre, no demasiado original, que eligieron para él dos intrépidos mineros rusos de Barentsburg que, después de una noche inundada por el vodka y amenizada por los imprecisos acordes de una vieja balalaika sustraída de Pyramidem, se adentraron con sus motos de nieve mucho más allá de lo que permitía la estricta ley de Svalbard. БoлbШoЙ mostraba un morro tintado de rojo por la sangre de una joven foca que yacía a sus pies, y dos impacientes gaviotas revoloteaban a su alrededor para hacerse con los pocos restos que les iba a dejar. Impresionados por su enorme tamaño, los dos trasnochadores mineros detuvieron sus máquinas y, mientras templaban sus quebradas gargantas con el humo de un cigarrillo, lo observaron durante unos minutos desde la seguridad que les otorgaba la distancia; justo hasta que БoлbШoЙ mostró interés por ellos.
Cinco años y algunos meses después de aquella extraña visión en la que dos supuestas morsas que lanzaban un extraño humo blanco por la boca y que huyeron de él deslizándose a gran velocidad por la nieve, БoлbШoЙ vaga errante por los fiordos del sur de Spitsbergen; concretamente desde el día en que sus hermanos lo expulsaron de las tierras del noreste por su reiterada mala conducta. Le habían recriminado infinidad de veces su actitud y le habían amenazado otras tantas con el destierro, pero él, desoyendo las advertencias, continuó valiéndose de su corpulencia y de su mal carácter para robar la comida a los que realmente luchaban por conseguirla. Y ahora, en medio de la nada, БoлbШoЙ camina errático, mirando al suelo, con el estómago vacío y con un hambre infinito. Solamente el estruendo provocado por el hielo de los glaciares al quebrarse distrae su inexpresiva mirada.
Y es que en las interminables playas de los fiordos del sur, БoлbШoЙ solo encuentra grandes troncos de madera blanca que, durante alguna tormenta, fueron transportados por la marea y que ahora, encallados hasta que algún explorador decida utilizarlos como leña, están rodeados por montones de algas putrefactas que desprenden un olor nauseabundo. A escasos centímetros de la superficie acuática se repiten sin cesar los vuelos rasantes del incansable fulmar boreal, y unos metros más arriba se cierne el agresivo charrán en busca de algún crustáceo que llevarse al buche; animales todos ellos que, para su enorme estómago, resultarían un bocado insignificante y despreciable. En el interior de la isla pastan los orondos pero inalcanzables renos y reposan los escandalosos gansos que se elevan en vuelo triangular en cuanto lo ven llegar. En la orilla de las playas no hay ni un solo cadáver de foca o de morsa al que hincar el diente. Y detrás de él, siempre a cierta distancia, le sigue con paso ligero un oportunista zorro ártico que aguarda el momento de hacerse con las migas de un gran banquete. Pero desgraciadamente para él no habrá ningún festín porque БoлbШoЙ olvidó las artes de la caza desde el mismo momento en el que descubrió aquella miserable forma de hacerse con comida. Y ahora, los ochocientos kilos de peso que antes le bastaban para amedrentar y ahuyentar a sus hermanos, no son sino un lastre que le guía hasta la muerte.
Mientras tanto, los doce miembros que formamos la expedición de Tierras Polares nos encontramos desayunando tranquilamente dentro del confortable tipi-comedor. En realidad, componemos una estampa digna del mejor reportaje sobre vida salvaje; lo más parecido a una concentración de desesperados buitres alrededor de una carroña humeante. La nocilla, la mermelada, el café, la leche en polvo, las galletas, los cereales y las bolsas de té viajan sin cesar de un lado a otro del círculo de aves carroñeras mientras el tarro de mantequilla termina, por accidente, rebozándose de arena en el suelo. Una vez repuestas las fuerzas y lavados nuestros puntiagudos picos, comenzamos con los preparativos para adentrarnos en el fiordo a bordo de los flamantes kayaks. Para ello, y no sin cierta dosis de angustia, contorsionismo y fuerza bruta, debemos vestirnos unos trajes especiales que nos dan cierto aspecto de fornidos motoristas de una road movie de serie B.
Con la misma destreza y valentía que los remeros del Volga, paleamos hacia el glaciar cuyo nombre decido no memorizar porque me resulta impronunciable. “La barbacoa” de Georgie Dann, “Buenas noches, señora” de Bertín Osborne, “Pavo real” de José Luis Rodríguez “El Puma” o “Para hacer bien el amor” de Raffaella Carrà son algunas de las míticas canciones que tarareamos, no sin cierto riesgo, para que nuestro compañero, el astro rey, continúe imponiéndose a las nubes. Canciones que nos hacen sentir jóvenes porque sus cantantes son tan mayores que ni siquiera recuerdan sus letras. Canciones que nos hacen sentir algo mayores porque ya no recordamos cuándo las escuchamos por primera vez.
Avanzamos con nuestros Kayaks entre enormes bloques de hielo que se han desprendido involuntariamente del impresionante glaciar que se yergue delante de nuestras propias narices. Los estruendos que proceden de su interior son lo más parecido al tronar de una tormenta, y basta con cerrar por un instante los ojos para que el chisporrotear de los bloques de hielo nos recuerde al relajante ruido que producen las gotas de un chaparrón de verano. Una joven e inocente foca, desbordada de inofensiva curiosidad, juega con nosotros sumergiéndose una y otra vez y asomando su cabeza primero aquí y luego allá. En la aparentemente cercana orilla de una de las tantas playas del norte de Isfjorden, aún podemos divisar nuestro campamento formado por seis tiendas de campaña rojas y un tipi de color caqui. Es allá donde nos dirigimos ahora para dar inicio a un treking sobre el glaciar que tenemos a nuestra izquierda y que no nos cansamos de inmortalizar en nuestras indiscretas e insaciables cámaras de fotos.
БoлbШoЙ, que ha abandonado las desiertas playas para probar suerte en la extensa llanura, se topa de frente con una gigantesca cornamenta de reno que lleva peinando el viento desde principios del último invierno. La olisquea con su hocico y, cuando imagina todo el montón de carne que algún día no muy lejano debió estar adosada a su base, los jugos gástricos de su estómago comienzan a hervir a borbotones. No es la carne que más aprecia, pero en un momento tan delicado como el que está atravesando, cualquier bocado resulta apetitoso.
Tras un suculento picnic en el que el alimento más solicitado es una especie de alargada tostada que terminará provocándonos adicción, acoplamos los crampones a nuestras botas y comenzamos a caminar sobre un inmenso mar de hielo cuyo origen no alcanzamos a situar en un borroso horizonte que se funde con el cielo. Echando mano de una pequeña dosis de valentía, sorteamos con bastante soltura las inquietantes grietas que se abren a nuestros pies para avanzar hasta el mismo corazón del glaciar. Allá, en el centro de la inmensidad, nos creemos protagonistas de algo importante. Pero en realidad somos actores secundarios con papeles insignificantes; porque somos básicamente una simple combinación de oxígeno e hidrógeno; porque somos fundamentalmente agua, igual que la que tenemos bajo nuestros crampones.
Horas más tarde, acompañados por un sol que no nos abandonará en toda la aventura, los doce miembros de la expedición de Tierras Polares nos encontramos nuevamente dentro del tipi-comedor; sentados cómodamente alrededor de la olla express, preparando un suculento arroz con salsa tikka masala e improvisando un pudding de vainilla que nadie de los presentes adivina en qué terminará. Catorce kilómetros navegando en kayak y un maravilloso treking sobre glaciar han sido las dos actividades que nos han ocupado el día. Por eso, el hambre que sentimos es feroz; polar diría yo.
Mientras esperamos a que el tozudo pitorro de la olla express comience a girar, damos rienda suelta a nuestra imaginación con las historias que nos van contando nuestros expertos guías; historias de perros que tiran de trineos en los nevados bosques de Noruega; historias de travesías en kayak por los fiordos del sur de Groenlandia; historias de cruceros en velero por los indómitos mares del norte que lindan con la temida banquisa; pero sobre todo nos cuentan historias de osos polares. Algunas de ellas terminan de forma trágica y la mayoría en simple anécdota, pero todas, absolutamente todas, nos ponen los pelos de punta. Los guías no desaprovechan la oportunidad para recordarnos la importancia y la obligatoriedad de las guardias nocturnas y el protocolo de actuación en caso de que aparezca algún ejemplar de oso polar. Son normas innegociables impuestas por el temido Gobernador de Svalbard, que vigila todos nuestros movimientos desde el aire; bien desde el helicóptero que sobrevuela el fiordo cada mañana o bien a través de domesticadas gaviotas que nos graban con cámaras ocultas. Fósil o cornamenta que recogemos del suelo, gaviota que sobrevuela nuestras cabezas, fósil o cornamenta que devolvemos a su lugar natural.
El suave viento del este hace que el invisible humo con olor a arroz picante procedente del tipi-comedor navegue en dirección al gran ejemplar de Ursus Maritimus que fue expulsado por sus hermanos y que todavía camina sin rumbo fijo. Pero de repente, tras aumentar considerablemente la fuerza del viento, БoлbШoЙ gira su enorme cabeza en dirección al lejano y aún invisible campamento de Tierras Polares. Aunque le resulta completamente desconocido, su fino hocico acaba de detectar un débil aroma que le ha abierto, más si cabe, el apetito. ¿Qué foca, qué ballena, qué morsa, qué reno desprende un olor tan interesante? – se pregunta. La curiosidad le acaba de conceder un rumbo que seguir.
Esta noche, las parejas que componen el kayak número uno y número seis están exentas de guardia. La pareja del kayak número dos, en cambio, vigilará la posible llegada de un oso polar entre las doce de la noche y las dos de la madrugada. Los del kayak número tres, con otra guardia de dos horas, relevarán a los del número dos, y los del número cuatro a los del número tres. El último turno, el que empieza a las seis de la mañana y termina teóricamente dos horas más tarde, le ha tocado a la pareja del kayak número cinco, del cual un servidor es miembro permanente.
Varias son las alternativas que se presentan a la hora de cumplir las guardias: la primera consiste en que uno de los miembros de cada pareja se sacrifique por el otro y haga el turno completo de dos horas; la segunda es que cada miembro de cada pareja haga guardia durante una hora; y la tercera, descartada desde un principio, consiste en que los dos miembros de cada pareja hagan guardia conjuntamente durante las dos horas. Esta noche, a las seis de la mañana, alguien del kayak número cuatro me despertará para que lo releve.
A simple vista, la primera y la última guardia son las mejores porque uno no ve su sueño interrumpido. Pero la realidad es bien distinta porque la primera guardia no comienza a las doce de la noche, sino cuando los compañeros se van a dormir, que normalmente es antes, y la última guardia no termina a las ocho, sino cuando los compañeros se levantan a desayunar, que normalmente es después. No es raro que las guardias de los dos extremos duren cerca de tres horas y resulten, por tanto, tan indeseadas como las dos centrales.
Después de superar los breves escalofríos que sufro al entrar en el confortable saco de dormir, trato de conciliar el sueño pensando en el oso polar. Pienso en lo rápido que corre comparado con los mejores atletas del mundo. Pienso en lo rápido que nada comparado con los mejores nadadores del mundo. Pienso en la fuerza que tiene comparado con los hombres más forzudos del mundo. Pienso en cómo se zambulle en el agua y en la facilidad con que sale de ella. Pienso en su agudo olfato, en su resistencia al frío, en su blanco pelaje y en sus terribles garras afiladas como cuchillos. Pienso en lo vulnerables que resultaríamos frente a él de no ser por el rifle que portan nuestros guías. Pienso en… y en ese instante me duermo.
Una desagradable sacudida en la tienda de campaña, acompañada de una voz que me advierte de que son las seis de la mañana, me hacen incorporarme bruscamente. Salir del cálido saco de dormir para vestirme la fría ropa es una de las maniobras que más esfuerzo me cuesta en esta lejana tierra de hombres que parecen no sentir el frío. Me visto toda la ropa que tengo y salgo de la tienda de campaña decidido a cumplir con las normas que estableció en su día el Gobernador de Svalbard. Dentro de los bolsillos me acompañan unos prismáticos, la cámara de fotos y un antediluviano mp3 que harán la espera más llevadera. El silbato que debo utilizar en el hipotético caso en el que apareciese el oso polar, se encuentra sobre un enorme tronco de madera. En la orilla de la playa descansan merecidamente seis kayaks y otros tantos pares de remos.
A eso de las siete, después de haber inmortalizado el paisaje en media docena de fotografías, de haber oteado el horizonte con los prismáticos y de haber escuchado la banda sonora de la película “Inside Llewyn Davis”, mis caprichosos intestinos deciden que es hora de hacer hueco a futuras cargas. La pala de cavar que nos indica dónde se sitúa la toilette y que utilizamos para enterrar nuestros excrementos, continúa de pie; señal inequívoca de que el váter está libre. Me hago con el cotizadísimo papel de combate y voy para allá a cumplir con el mandato.
Rodeado por pequeños montículos que me aíslan de todo menos del cielo, me concentro en la tarea encomendada mientras trato de recordar qué banda sonora tengo grabada en el mp3 después de la de “Inside Llewyn Davis”. Sorprendentemente escucho a mis espaldas los pasos y el profundo respirar de algún inoportuno compañero que no se ha dado cuenta de que el váter está ocupado. Giro la cabeza para descubrir quién es el desgraciado que ha osado interrumpir un acto tan íntimo y tan personal, y compruebo horrorizado que un gigantesco oso polar se encuentra observándome a menos de diez metros de distancia. Mi corazón, a punto de salir despedido por la boca, comienza a latir aceleradamente mientras no aparto la mirada del plantígrado que, en posición rampante, me contempla con aires de superioridad. Aterrorizado, echo la mano al bolsillo y maldigo al comprobar que el silbato que podría alertar a mis compañeros, y sobre todo al guía que porta el rifle, lo he olvidado encima del tronco. ¡Maldita sea mi estampa! En ese preciso instante me doy cuenta de que todo ha terminado, de que soy carne de cañón, o mejor dicho, de que no soy sino un aperitivo que no está dispuesto a huir con el culo al aire. “Un turista que hacía sus necesidades es devorado por un oso polar” será el vergonzante titular que más se repetirá al día siguiente en la crónica de sucesos de todos los periódicos del mundo. Incluso me da tiempo a imaginar a los forenses recogiendo, entre excrementos humanos, los restos de mi cadáver. Pero ya todo me da igual. Lo único que pido es que el sacrificio sea rápido y el sufrimiento mínimo. Instintivamente meto la cabeza entre las piernas y, con los ojos llorosos por la emoción de un trágico e inesperado final, espero el zarpazo definitivo que ponga fin a mi vida.
Transcurrido un tiempo que ha podido ser breve pero que a mí se me ha hecho eterno, levanto la cabeza y compruebo para mi sorpresa que la enorme mole de pelo blanco se ha marchado. Temblando de miedo y de frío como un flan termino la faena, me subo los pantalones y me incorporo para dirigir mi mirada hacia el campamento. Afortunadamente está igual que cuando lo abandoné para venir a la toilette; las tiendas de campaña están intactas y nadie ha sufrido ningún daño. De hecho, todavía puedo escuchar los relajantes ronquidos de algún compañero que duerme profundamente. Inmediatamente miro a mi alrededor y no veo ni rastro del enorme oso que hace unos minutos me tuvo a su merced. Recorro unos metros y me encuentro con las impresionantes huellas de sus pisadas. Las borro con las mías y retorno al puesto de vigilancia como si no hubiera ocurrido nada.
- ¿Qué tal ha ido la guardia? – me pregunta el primer compañero que, a eso de las nueve, se ha levantado a desayunar.
- Ha hecho bastante frío, pero todo ha ido bien, sin novedad – le respondo, aún con el corazón a más de cien pulsaciones por minuto -. ¿Vamos al tipi a desayunar? – le propongo a continuación.
- Buena idea. Tengo más hambre que un oso polar.
- Ya te digo – le digo, esbozando una sonrisa que trata de disimular el susto que aún tengo metido en el cuerpo.
Y justo cuando voy a poner un pie dentro del tipi, una desagradable sacudida en la tienda de campaña destroza mi profundo sueño. Estoy en posición fetal, y las lágrimas que han recorrido mis mejillas aún humedecen el saco de dormir.
- Son las seis.
- Ya voy.
FIN
Dedicado a mis compañeros Álvaro, David, Gigliola, Iban, Marco, Marga, Óscar, Piza, Rubén, Stefano y Tere por haber hecho de este viaje un recuerdo que perdurará para siempre en mi memoria.