Groenlandia, un espejo en el cielo.

 

   Es domingo. El día se ha levantado desapacible y con la amenaza de unas nubes saturadas a punto de reventar. El gris invade el cielo de la mañana, como si las horas medias del día quisieran desvanecerse, para dar paso una vez más al atardecer.

Apoyado en el alféizar de la ventana con una taza de café entre las manos, recuerdo con todo detalle cada uno de los minutos de la increíble aventura vivida apenas hace un par de meses. De repente, un relámpago se recorta en el gris horizonte. Llueve. Las nubes sacudidas por el estallido del trueno, liberan su carga.

Con el dedo, recorro las gotas de lluvia mientras se deslizan por el cristal creando minúsculos riachuelos hasta llegar al final de la fría superficie. Mi mente visualiza el mapa de Kalaallit Nunaat (Groenlandia) reflejado en el cristal, con los fiordos y glaciares que configuran la agreste tierra de los inuit y la de los vikingos que antaño quisieron hacer suya.

Cierro los ojos. Una amalgama de sensaciones me invade, como si levitaran entorno a mí trasladándome a bordo del avión, desde el cual se divisa el blanco inmaculado que cubre la mayor parte de la isla, formando caprichosas imágenes que retienen nuestras retinas y como no, las omnipresentes cámaras y móviles.

Vivir el silencio, vivir el tiempo, vivir la paz que se respira en un mundo tan diferente al nuestro y que nos hace olvidar la cotidianidad y el stress de nuestro particular universo.

Cubierta por un manto que irradia la pureza del blanco, Groenlandia es sinónimo de sosiego y tranquilidad. Una tranquilidad tan solo rota por el sincopado ritmo del hielo al resquebrajarse, mutilando el glaciar, para caer a las frías aguas del fiordo. Un maravilloso espectáculo a los ojos del turista, pero que pone de manifiesto la fragilidad del mundo en que vivimos. Glaciares que retroceden siguiendo un patrón de la naturaleza, pero en una creciente aceleración inducida por el hombre, poniendo de manifiesto el menosprecio que este tiene por la naturaleza.

Personal de Tierras Polares nos recoge a pie de pista del aeropuerto de Narsarsuaq para llevarnos al pequeño puerto y embarcarnos, después de equiparnos y realizar la famosa cadena, en una zodiac que nos hace traspasar el umbral de lo corriente y ordinario, para desembarcarnos en Qassiarsuk, et voilà! que dirían nuestros compañeros de aventura franceses; como si el hecho de cruzar el fiordo fuera el preludio que nos permite adentrarnos en un mundo intemporal.

Eva, nuestra guía, será el alma y el corazón de esta aventura. No hay adjetivos suficientes para agradecerle la profesionalidad, eficiencia, personalidad y sobre todo el amor que desprende en cada una de sus palabras y enseñanzas sobre el mundo inuit. Acompañada por Hugo, que colabora en la difícil tarea de hacer encajar como si fuera un puzle los diferentes caracteres para trabajar en equipo, serán los artífices de que por unos días se hagan realidad los sueños de los pseudo aventureros que componemos el grupo.

Teresa, la encargada del Leif Eriksson Hostel, se desvive para que los recién llegados tengamos lo necesario para convivir durante nuestra estancia. Reparto de habitaciones, horarios de comida y normas básicas de aseo. Por un momento me acuerdo de los esplais de mi juventud, tan extendidos en mi tierra, basados en el disfrute del tiempo libre de los niños y jóvenes, sobre todo en los fines de semana y durante las vacaciones.

Sin apenas tiempo para nada más, iniciamos un ameno e idílico recorrido por Qassiarsuk; primero reviviendo  la llegada de Eric el Rojo a Groenlandia, amenizada por la destreza narrativa en tres idiomas de Eva. La reconstrucción de la Iglesia y la casa de Eric el Rojo, aislada con turba y que nos da una idea de lo dura que era la vida del siglo X. La casa Inuit reconstruida, nos da asimismo, la manera diferente de ver el mundo y la naturaleza entre los vikingos y los Inuit. Mientras los primeros buscan el asentamiento permanente, los inuit en una especie de fusión con el medio ambiente, preservan la esencia del entorno en el que viven y les sustenta, devolviéndole a la naturaleza lo que ésta les suministra para su subsistencia.

Los pensamientos vagan libremente por entre los restos de las ruinas vikingas y por momentos, llegas a sentirte parte de la vida, a nuestros ojos, bohemia y errante, de aquellos primeros pobladores.

Poco a poco, la luz crepuscular se adueña del lugar y sabemos que hemos sido partícipes del inicio de una colosal historia.

Tras la cena y el briefing en el que Eva nos detalla los pormenores del trekking al Valle de las Mil Flores del día siguiente, nos retiramos a nuestras respectivas habitaciones. Nada más lejos de la realidad. En el pasillo que lleva a las habitaciones hay un mapa de Kalaallit Nunaat; intento localizar el punto en el que nos hallamos del mapa. Iñaki, Isabel y Vito (no recuerdo si había alguien más, lo siento) sienten la misma curiosidad y juntos revivimos el día soñando despiertos. De pronto, se une a nosotros Eva y como no, la acribillamos a preguntas, que muy a gusto creo, nos contesta de manera entusiasta. Un bonito y entrañable colofón a un día muy especial, el primero…

Tras el desayuno, cruzamos de nuevo el fiordo para volver a Narsarsuaq e iniciar el trekking del Valle de las Mil Flores. El recorrido se convierte en una especie de museo al aire libre, en el que podemos interactuar, tutelados por Eva y Hugo, con la propia naturaleza. Abedules de no más de dos metros como únicos árboles, plantas y flores autóctonas que nos deleitan con sus colores, las formas de sus flores e incluso el sabor que nos dejan en el paladar. Seguimos por un camino de cantos rodados, hasta desembocar en una alfombra rojiza que nos deja claro el porqué del nombre de Valle de las Mil Flores. Una escalada, “ligera” para los habituados a este tipo de trekking, pero que nos resulta un reto para los no iniciados en el tema, nos lleva a la cima desde donde podemos apreciar en toda su dimensión la lengua del glaciar Kiattut. Todavía fascinados por el paisaje que se recorta sobre un horizonte que se funde con el cielo plomizo, damos buena cuenta del picnic que se agradece sobre manera.

De regreso descendemos por el mismo camino, despacio y con calma para evitar resbalar por la humedad en las rocas. Cruzamos de nuevo el fiordo para regalarnos un merecido descanso en el Leif Eriksson Hostel. Cena y briefing para preparar las actividades del día siguiente.

El día se levanta soleado y óptimo para realizar la marcha hasta la granja de Tasiusaq, donde navegaremos con kayak entre icebergs.

Desde la cima del cerro que se levanta a la espalda del Hostel, podemos deleitarnos con unas vistas espectaculares del fiordo y el pueblo de Qassiarsuk. La ruta es agradecida y nos dejamos seducir por el verde que nos rodea, salpicado de riachuelos que forman recovecos y pequeñas lagunas que debemos sortear. Caballos en libertad que le dan una pincelada bucólica y pastoril al paisaje. Una alfombra de musgo, elástica y esponjosa, donde los pies se hunden fácilmente y las botas prueban su impermeabilidad, nos obliga a dar un pequeño rodeo para sortear el río por una zona más asequible.

Nunca he sido un gran amante de los frutos secos, pero en uno de los altos que hacemos para reponer fuerzas y reagruparnos, Eva, como por arte de magia saca de su mochila sin fondo, una bolsa repleta de ellos y a fe mía que no dejamos ni uno.

La llegada a la granja donde Tierras Polares dispone de un Hostel, viene precedida por las instrucciones referentes al uso del retrete. Nos reímos con ganas, pero la realidad supera a la ficción como pudimos comprobar. Simplemente os diré que más bien parece el trono de un rey, pero sin ribetes de oro ni orlas que lo decoren. Fue la guinda del pastel de una marcha muy agradecida.

Pablo, nuestro guía para la ocasión, es un maño que no pierde el acento ni hablando inglés. Un gran tipo. Simpático, ameno y un gran profesional. Una vez equipados para la excursión en kayak, formamos un círculo iniciático y recibimos las nociones e instrucciones para poder navegar entre icebergs. Las chanzas y bromas están a la orden del día en el grupo, pero rápidamente el seny (como se dice en mi tierra), es decir la sensatez y la cordura vuelven a imperar.

Placentera y relajante. Así definiría la experiencia de navegar por entre los colosos de hielo que flotan a merced de la corriente. Incluso pudimos ver in situ el volteo de uno de ellos a escasos metros de nuestros kayaks.

De nuevo en el hostel, mientras Eva y Hugo preparan la cena, nos dedicamos a intercambiar impresiones, a leer o simplemente a descansar. Como siempre, la cena es digna del mejor chef.

Vito nos augura que durante la noche habrá auroras boreales. A excepción de Isabel, no le hacemos caso. Y como no, tuvo razón y aunque leve, fueron los únicos que la presenciaron. El tercer día ha sido, como los dos anteriores, maravilloso.

Vuelta al Leif Eriksson por la mañana. Disponemos de la tarde para pasear por los alrededores y reencontrarnos con las ruinas vikingas, la iglesia del pueblo, etc.

Cena y preparativos para trasladarnos al día siguiente hasta el campamento Glaciar de Qaleraliq donde pernoctaremos los tres próximos días.

La zodiac se desliza a gran velocidad sobre las aguas del fiordo, esquivando los icebergs que salen a su paso. Durante el trayecto de poco más de una hora hasta Narsaq, donde efectuaremos una parada técnica, tenemos tiempo para relajarnos y dejar que la mente holgazanee rememorando imágenes de todo cuanto hemos vivido hasta el momento. Me dejo llevar por la imaginación; por la ilusión de sentirme uno más en la manera de vivir el día a día, sin pensar en el siguiente. Me pregunto si sería capaz de adaptarme a los silencios prolongados, de sentir la naturaleza como una parte esencial e íntima, a mantener la mirada en el horizonte en lugar de fijarla sobre las 5” de la pantalla del móvil.

Despierto de mis ensoñaciones cuando la zodiac reduce la velocidad.  Nos acercamos a Narsaq y desde la distancia podemos distinguir el colorido de sus casas, azules, rojas, amarillas, verdes, ocres, todas ellas con la techumbre gris pizarra. Un arco iris que se extiende a lo largo de una bahía salpicada por el blanco de pequeños icebergs a la deriva.

Llegamos a un pequeño muelle de madera. Cadena para desembarcar equipajes y depositarlos en un remolque a buen recaudo hasta la partida y nos acercamos hasta el Hostel para comer.

Tras la comida, nos disgregamos y visitamos por libre la ciudad: la iglesia, el edificio que alberga el mercado de pescado, el puerto… mientras tanto, Eva y Hugo hacen acopio de provisiones para los próximos días.

Montserrat y yo nos acercamos hasta la Oicina de turismo y compramos algún que otro souvenir: imanes, llaveros, una taza (las colecciono) con la imagen grabada de uno de los símbolos de Groenlandia, el oso. Calculamos mal el tiempo y cuando nos disponemos a visitar el museo, cerraba. Una lástima, Vito nos dijo que era muy interesante.

De nuevo en ruta con la zodiac. Poco a poco perdemos de vista Narsaq y cualquier rastro de civilización adentrándonos en el fiordo Qaleraliq, al final del cual se encuentra el campamento.

Si alguien quiere constatar lo que se siente lejos de todo y de todos, es el lugar idóneo. Desembarco sobre rocas, ayudándonos unos a otros. No nos damos cuenta pero al principio solo susurramos, prestos a impregnarnos del silencio que nos rodea. Un pequeño repecho de arena y ante nosotros se abre una imagen que se asemeja más a documentales de National Geographic sobre posibles asentamientos en Marte, que a un campamento tal como lo imaginan nuestras mentes urbanitas.

Acomodamos el equipaje sobre una plataforma de madera en la “Plaza Mayor” del campamento, (con conexión wifi y recarga) para escuchar las explicaciones, recomendaciones y normas básicas de higiene, que nos da el guía a cargo del campamento y experto en el glaciar. Ha empezado la guerra contra los mosquitos. A manotazo limpio intentamos deshacernos de tan molesto enemigo. Nos sorprende y a la vez nos asusta el comentario del guía… no se preocupen, esto no es nada. Hoy apenas si hay mosquitos”.

Tras las explicaciones de cómo está distribuido el campamento con sus tiendas-domo dormitorio, los baños y la tienda-domo comedor, nos instalamos en nuestros domos correspondientes. Si una cosa nos ha dejado claro Eva respecto al campamento, es que lo hemos de dejar tal como lo hemos encontrado, es decir, limpio como una patena. En su mirada podemos leer… ¡pobre del que no lo haga!

Nos reunimos en el domo-comedor, donde Eva y Hugo han preparado la cena y de la que damos buena cuenta. Takanna!

Tras la cena, charla amena y briefing para preparar la ascensión a pie al gran lago Tasersuatsiaq del día siguiente.

Si bien es cierto que el blanco es el color dominante en esta parte del mundo, también lo es la paleta de colores que describen el paisaje por el que nos movemos, donde las figuras humanas ocupan un papel secundario, por no decir inexistente.

Iniciamos la marcha a través de un valle de arena de aspecto desértico, en el que leemos gracias a las explicaciones de Eva, los movimientos de los glaciares, el color rojo purpúreo de pequeños riachuelos debido al agua que se filtra por las oquedades de las montañas adyacentes y ricas en hierro, las huellas de los caribús… Sin darnos cuenta, nos encontramos en un terreno abierto y llano, falto de vegetación arbórea, tan solo cincelado por pequeñas matas desperdigadas. A lo lejos, divisamos una manada de caribús que pastan tranquilamente. Procuramos avanzar sin hacer ruido para no espantarlos. Pronto nos detectan y una avanzadilla se acerca cautelosamente, imagino que para saber a qué atenerse. Como surgidos de la nada, caribús y más caribús se reúnen y avanzan por el perímetro que delimitan las verdosas colinas que rodean el valle. Tras una hora larga, maravillados y  observando sus movimientos, nos adentramos en un terreno cubierto de musgo y líquenes, la tundra.

Pronto llegamos al lago Tasersuatsiaq, uno de los más grandes del sur de Groenlandia y      descansamos durante media hora más o menos y reponemos fuerzas a base de los frutos secos que siempre aparecen en el momento más oportuno.

Iniciamos el ascenso a una montaña de 400 metros de altitud. Serpenteando por sendas de arbustos bajos y musgo, avanzamos lentamente, fascinados con el espectacular paisaje que se extiende más allá del horizonte. Eso sí, batallando constantemente contra los mosquitos; unos, los más precavidos mediante las mosquiteras; otros, no hemos recibido tantas bofetadas en la vida como las que nos damos nosotros mismos intentando alejarlos.

Tras llegar a la cima, nos regalamos unos minutos de silencio observando el Inlandsis, con sus morrenas y grietas trasversales. Me siento pequeño, diminuto en mi esencia contemplando esa masa ingente de hielo perderse en el infinito.

Una película de Icíar Bollaín ambientada en Nepal, hace mención a lo que sentí en ese momento, Mi puñado de tierra, mi espejo en el cielo. En eso momento lo hice mío, me sentí parte de ese pedazo de tierra.

Después de reponer fuerzas y de comer, iniciamos el descenso, todavía con la mirada y la mente puestas en la maravilla que dejamos atrás.

El camino de regreso varía ligeramente y nos adentramos en un terreno de dunas, muy alejado del concepto de paisaje que tenemos de Groenlandia y que bien podría pasar por un desierto de cualquier otra parte del planeta. Solo nos faltó dejarnos caer y rodar hasta la base de la duna. Me consta que más de uno lo pensó. Aprendimos a reconocer los fósiles de arena, en los que se dibujan perfectamente las vetas ondulantes de la arena.

A lo lejos ya divisamos el campamento, que desde aquí, desde el “desierto” por el que avanzamos nos da la sensación más bien de un campamento lunar. Un final sorprendente.

Desde el mirador del campamento se observan los tres frentes glaciares de Qaleraliq. Mañana los recorreremos con la zodiac, pero ahora es el momento de soñar despierto, de dejar volar la imaginación mientras a lo lejos se oye el estrépito del glaciar al fracturarse; como si de sus entrañas, quejumbrosas y dolientes, dejara escapar un grito de socorro.

Nos disgregamos por el campamento, en pequeños grupos o en solitario. La orilla del fiordo es idónea para comprobar y confirmar lo fría que está el agua. Helada para los estándares mediterráneos. Mantener los pies en ella durante medio minuto, se hace casi insoportable. No me imagino sumergiéndome por completo…

El domo-comedor nos espera para cenar, charlar, bromear y el briefing de cara al día siguiente. Nos retiramos pronto.

El día se levanta soleado. La zodiac nos acerca lentamente hasta situarnos cerca de la gran mole de hielo. Hasta hace pocos años, el frente se extendía a lo largo en uno solo, pero por efecto del cambio climático, actualmente está dividido en tres.

Percibimos el movimiento del glaciar a través de los sonidos que desprende. De vez en cuando, una pequeña parte del frontal se desgaja precipitándose a las gélidas aguas, entre ¡ohs! de admiración y sorpresa. Ríos subterráneos que se abren paso con una fuerza extraordinaria a través de grietas y horadando el glaciar hasta desembocar en el fiordo.

El hielo, cincelado por la maestría de la naturaleza, toma distintas formas y colores que van del blanco, al azul, pasando por tonalidades grisáceas, reflejándose en las aguas calmas y regalándonos imágenes que pasarán a formar parte de nuestros recuerdos.

Desembarcamos para realizar una de las excursiones más esperadas del viaje. Caminar por el glaciar. Según los expertos una de las masas heladas más antiguas del planeta.

Nos calzamos los crampones siguiendo las explicaciones del guía y escuchamos atentamente las instrucciones para poder realizar la ascensión por la ladera del glaciar. Con pasos inseguros al inicio, poco a poco vamos cogiendo la confianza necesaria para avanzar y caminar sobre un glaciar con miles de años de antigüedad. La sensación de sentir el crujir del hielo bajo tus pies, es sencillamente increíble. Grietas, pozos sin fondo de un azul puro, por donde discurren manantiales de agua dulce que desembocan en el fiordo, tras un recorrido laberíntico por las entrañas del glaciar.

Mil formas distintas coronan la cima del glaciar. Picachos adosados que conforman crestas de un blanco inmaculado, nos sirven como telón de fondo para la fotografía de grupo.

Descendemos con la sensación de haber vivido una experiencia inolvidable; de formar parte de un mundo irreal y mágico, donde el silencio es el único sonido perceptible.

Volvemos al campamento donde pasaremos la última noche. Una noche especial.

Tras la cena y el briefing con los pormenores del día siguiente, y viendo lo despejado del cielo, decidimos hacer guardia para observar las famosas luces del norte.

Esperamos hasta que la oscuridad es total y las estrellas se adueñan del firmamento.  La Osa Mayor nos tiene hipnotizados, hasta que el rugido lejano del glaciar nos devuelve a la realidad. Sobre la línea del horizonte se dibuja un ligero trazo de color verde muy claro, apenas perceptible a la vista, pero que la lente de la cámara capta en todo su esplendor. Nos deleitamos durante unos minutos con la coreografía de luz y sombras en el confín del mundo, donde el cielo y la tierra se funden en la negrura de la noche…

El día se levanta despejado. Dejamos los domos todo lo impolutos de lo que somos capaces y nos disponemos a navegar desde Qaleraliq hasta el embarcadero de Itilleq, desde donde realizaremos una suave marcha hasta Igaliku.

Tras dejar el equipaje en una caseta de color verde que hay junto al muelle, iniciamos el trekking por el Kongevejen  o Sendero de los Reyes, dejando atrás los hielos y la tierra agreste de estos días, para adentrarnos en parajes verdes, granjas ovejeras y la recolección de hierba en grandes fajos para poder alimentar al ganado durante el crudo invierno. A pesar de la ausencia de vegetación de gran tamaño en Groenlandia, nos topamos con una ladera a rebosar de árboles. Se trata del Children’s Forest, un pequeño bosque en el que cada árbol representa a un niño nacido en el sur de Groenlandia durante las últimas décadas.

Cruzamos un pequeño puente de madera y seguimos el camino. Después de un pequeño repecho, llegamos a lo alto de la colina, desde donde hay unas vistas maravillosas de Igaliku, el fiordo de aguas azules y los imponentes picos del Illerfissalik.

No llegamos a descender a la población, una lástima. Nos contentamos con ver el colorido de sus casas, el verde de sus colinas y la inmensidad de un paisaje que parece no tener fin.

Comemos en el mirador y descansamos durante un rato para después iniciar el camino de regreso hasta el embarcadero de Itlilleq, donde nos espera la zodiac.

De camino a Qassiarsuk, nos adentramos en el fiordo de Qooroq,  con uno de los frentes glaciares más activos del sur Groenlandia. Niels, el capitán de la zodiac, avanza lentamente entre el mar de icebergs que tiñe de blanco las aguas del fiordo. Formaciones caprichosas de hielo; redondas, ovaladas, en algunos casos geométricamente casi perfectas. La imaginación juega con nosotros, dando la apariencia que deseamos ver donde solo hay una masa ingente de hielo, luchando por no sucumbir al deshielo.

Ya no podemos avanzar más. La precaución ante todo. El capitán decide que hasta aquí hemos llegado. Es hora de brindar por todo lo alto. Con piquetas, Eva y Hugo, rompen hielo de un pequeño iceberg para rellenar los vasos de aluminio y verter un poco de licor.

Brindar en Groenlandia  con hielo de miles de años, frente a icebergs del tamaño de edificios no es poca cosa. Levantamos nuestras copas y brindamos con el estribillo de la canción “Lady Marmalade” dedicada a Hugo “Voulez-vous coucher avec moi ce soir? Pero eso ya es otra historia…

De nuevo en el Leif Eriksson Hostel, los anfitriones, es decir el equipo de Tierras Polares, nos han preparado una cena con productos locales de la dieta tradicional inuit, eso sí, cocinada de manera que nuestro paladar no sufra en absoluto. Carne de ballena, caribú o foca son algunas de las delicatessen que Rafa, el cocinero, nos prepara.

Tiempo de descansar y soñar despiertos con la increíble aventura que hemos vivido.

Por la mañana, cruzamos de nuevo el fiordo hasta Narsarsuaq para coger el vuelo hasta Reykjavik, antes pero, tendremos tiempo de ver el pequeño museo Bluei West One, que refleja la historia de la creación de Narsarsuaq durante la Segunda Guerra Mundial.

El vuelo se hace corto. Tal vez porque he cerrado los ojos intentando rememorar todo lo vivido en Groenlandia.

Un estruendo lejano me despierta de mi ensoñación. Pero no es el hielo al resquebrajarse. A través del cristal salpicado por las gotas de agua, no veo el frente glaciar, ni la manada de caribúes. El café está frío…

Me viene a la cabeza una cita, no sé de quién es: “A veces sabes cuando estás en casa, por lo que sientes cuando te vas”

Qujanaq (gracias)