‘‘Islandia. Allá donde termina el triste azul….»
– ‘Os veo muy tranquilos y eso que muy pronto va a cambiar vuestra vida.’
La verdad es que a base de repetírnoslo nuestra encantadora guía con una solemnidad guasona desde el domingo, no nos costó mucho seguirle el juego entre risas, hasta la madrugada del martes al miércoles, cuando en los alrededores de nuestro precioso albergue de aquel día, quemaríamos nuestros más íntimos deseos en un plato ante la presencia de un tupilak y los haríamos elevarse y danzar en forma de cenizas para ir a fundirse con una bellísima bóveda celeste que en aquellos momentos albergaba una incipiente aurora boreal.
Quedamos en escribirnos si se cumplían, y consciente de que los frutos de nuestros desvelos llevan su propio ritmo para completarse cuando lo hacen, desde el par de semanas que han transcurrido tras mi regreso de la tierra de fuego y hielo, intento volver a mi rutina, no sin cierta nostalgia de tanta belleza acumulada en mis retinas durante los seis días que recorrí entre risas, asombros y deleites compartidos, el sur de Islandia en furgoneta en compañía de otros seis excelentes compañeros de viaje recién conocidos, más la inigualable narradora de historias y mitos.
Durante aquellos días, comenzaríamos la ruta en la capital Reykjavík, llegando hasta Hornafjörður por una carretera nº 1 mágicamente desierta que circunvala la isla, para volver por el interior visitando tierras altas (con algunas de las rutas de senderismo más bellas del planeta) atravesando ríos y a través de pistas solamente transitables en verano. Además y aunque poco cómodo a veces, tuvo cierto encanto dormir cada día en un hostal o albergue distinto con el valor añadido de echar una mano como pinches a nuestra también excelente cocinera-guía preparando cenas, alguna de las cuales tuvimos que iluminar con velas.
Disfrutamos intensamente cada momento pero sin embargo, al menos yo tuve la sensación de estirar muchísimo los días, tal vez por la ausencia de prisas o lo innecesario del reloj. Y es que en la tierra de los elfos, los otros hijos invisibles de Adán y Eva, el tiempo late con ritmo propio, y la mayor parte del día un azul grisáceo melancólico, mece y envuelve unos paisajes marcados por la tremenda pureza con la que se presentan los cuatro elementos, dando lugar a acantilados ( como los de la reserva natural de Dyrhólaey) y montañas de formas imposibles, cadenas interminables de cascadas con caprichosos arco iris (río Skógar), glaciares (Vatnajökull) e icebergs (lago Jökulsárlón) de un hipnótico y profundo azul, pero a la vez tenidos de una ceniza que recuerda la no tan lejana ira de sus volcanes (hace poco más de tres años de la erupción del Eyjafjallajökull), y por supuesto de los geisers y aguas termales (Landmannalugar) en torno a las cuales tras conducirlas a piscinas exteriores, se estructura la vida social de los islandeses (y la nuestra entre cervecitas cuando la impredecible lluvia nos impedía realizar cualquier actividad).
Con este viaje he cumplido uno de mis sueños, y de la misma manera que de pequeño me gustaba vencer mis miedos corriendo a oscuras por el que entonces se me antojaba largo pasilllo de mi hogar familiar, es ahora cuando tras la zozobra inicial me animo a contratar viajes solo por Europa, y al poco de llegar y conocer a mis cada vez nuevos compañeros, me siento muy afortunado, alegre de haberme decidido, y enseguida percibo tras el primer café o la primera cerveza, verdadera afinidad, una cierta calidez, algo parecido a la amistad….
Allá donde termina el triste azul, susúrrame un silencio…..