BEIWE

 

Comenzaba mi aventura por las islas Lofoten, el viaje prometía experiencias y paisajes nuevos para mí, el simpático paseo en trineo de perros y la magnificencia de observar con mis propios ojos auroras boreales despertó mi curiosidad. Íbamos saltando las islas Vesteralen y hoy tocaba la visita a la granja de renos. Hacía frío y esperábamos a que Laila nos recibiera. El recinto estaba oscuro. La tenue luz de unas velas y un fuego que iba avivando Laila, dilataron mis pupilas. Nos sentamos sobre pieles de reno escuchando el crepitar de la madera. De cuando en cuando, Laila metía un cucharón en un gran perol impregnando el ambiente de un característico olor a sopa que se mezclaba con el humo de los leños mientras explicaba la vida del pueblo sami y de su granja de renos. Uno a uno fue repartiendo unos cuencos grandes. Era necesario ambas manos para sujetarlo. Humeaba. En su interior reposaban las verduras y tropezones de carne que habían dado la sustancia a un contundente caldo que calmaría mi frío y el incipiente apetito que se me había abierto con el olor que emanaba aquella olla cercana al fuego y fue entonces cuando de repente vi a una joven que sólo yo parecía ver. Era menuda y risueña, muy rubia. Tenía una mirada penetrante y me observaba divertida ante mi estupefacción. Aquel pequeño ser etéreo fruto de mi imaginación que reía y jugueteaba con mi cuchara al fin se serenó. Me dijo que su nombre era Beiwe y que tomara la sopa despacio porque me iba a contar una historia, su historia… 

Era un ser de la noche y su vida cobraba sentido cuando llegaba el invierno y todo estaba cubierto por el manto blanco que abrigaba su mundo. Era entonces cuando sus ojos cambiaban de color, se volvían verdes, de un verde intenso y brillante. Oscuros, como la noche que le acompañaría durante tanto tiempo.

Salía cuando el abuelo dormía para saludar al firmamento que la reconocía después de las estaciones. Había llegado transportada en polvo de estrellas, era tan pequeña y tan blanca que pasó desapercibida hasta que Johannes, el abuelo sami, la encontró entre los árboles una mañana que salió con sus renos a pastorear. Allí estaba envuelta en una manta de piel de reno riendo y pataleando a pesar del frío. El hombre se agachó extrañado, miró a ambos lados, se aseguró que no era el cachorro de algún animal y confirmó que aquellos sonidos guturales que llevaba un rato escuchando provenían de un bebé. Y él, ¿qué haría él con un bebé? La tomó con cuidado y al levantarla una pequeña caja de madera cayó al suelo. Se agachó y la guardó en uno de los amplios bolsillos que tenía su grueso abrigo. De nuevo se puso en marcha hacia su lávut, aquella tienda construida con maderas y pieles no era lugar para una criatura tan pequeña, pero de ¿dónde había salido? ¿Quién la había dejado allí? Un sinfín de interrogantes se amontonaba en su cabeza. El lávut era provisional, él lo iba cambiando de lugar pastoreando a sus renos… pero ahora, ¿qué haría ahora? No había vecinos en las tierras colindantes, llevaba tantos años solo… entonó un canto yoik acordándose de su esposa. Ella habría sabido qué hacer. Siempre sabía qué hacer. Pero no estaba, le dejó hacía ya muchas lunas y desde entonces él no permanecía demasiado tiempo en el mismo lugar. No quería volver. Demasiados recuerdos. Se sucedieron las imágenes de su vida con Sunna a una velocidad casi vertiginosa, la escuchó lamentarse de no haber podido darle un hijo y… pero ¿qué estaba haciendo? Aquel bebé necesitaba cuidados, y alimentarse. De un salto se incorporó y fue verla ¡era tan bonita! La tomó en sus brazos y le ofreció con un dedo gotitas de leche tibia de las hembras de reno que amamantaban a sus crías. La niña succionó agradecida y se durmió mecida en los enormes brazos de aquel hombre que toda su vida había dedicado a cuidar de los renos y a pescar salmones en los fiordos.

Cuando el fuego se convirtió en rescoldos se tumbó con la pequeña en su regazo y se durmió profundamente. En sueños Sunna le visitó, acunó a la niña, le tejió ropa de abrigo y le cantó una nana. Al amanecer, el hombre sami advirtió que ella había estado allí, podía percibir su olor que jamás olvidaría, vio a la pequeña vestida y supo que debía llamarse Beiwe como la diosa que anunciaba la primavera.

Transcurrieron los años y el hombre educó a la niña siguiendo los consejos que llegaban a través del cielo. Sunna nunca le había dejado solo. Johannes le fue construyendo juguetes y unos esquís de madera para acompañar a los renos a buscar alimento. Beiwe creció y aprendió a vivir como una sami, a cantar yoik a su Sunna, a recorrer los caminos en el trineo al que se enganchaba con los zapatos puntiagudos que tanto le gustaban y era tirado por la manada de perros huskies y a cocinar sopa de reno con verduras.

Beiwe también aprendió a vivir sola cuando Johannes partió. Fue una noche de invierno y ella se despertó en la penumbra como hacía siempre en los meses oscuros, el hombre apenas podía respirar pero sacó las últimas fuerzas para entregarle aquella cajita de madera que encontró junto a su cuerpecito el día que cambió su vida para siempre. La tierna mirada del hombre y los ojos vidriosos de la joven que contenía el llanto fueron suficientes para despedirse el uno del otro.

Beiwe salió de la tienda lávut con el pequeño tesoro entre las manos y al abrir la caja un haz de luces brillantes inundó el cielo. Aquel pequeño cofre guardaba las auroras que le traían a Sunna y ahora se llevaban  a Johannes. Ambos la observaban con ternura y le dijeron que siempre permanecerían juntos porque Beiwe era una hija de las estrellas.

De pronto sentí que unas manos se posaban en las mías para preguntarme si quería más sopa. Era Leila que clavó sus ojos en los míos y sonrió asintiendo como si ella supiera de mi encuentro imaginario con Beiwe. Denegué con la cabeza el ofrecimiento y me dispuse a sacar fotos a la estancia y a abrigarme de nuevo para conocer a los renos desconcertada por todo lo ocurrido.

Durante todo el día no pude dejar de pensar en aquella mágica e irreal visita. Al caer la noche, un cielo plagado de luceros vistió el firmamento. Salí afuera y respiré el gélido aire de la noche. Introduje las manos en los bolsillos para calentarme y de repente, noté algo pequeño y duro dentro. Lo saqué y para mi sorpresa vi que era una pequeña caja de asta de reno. La abrí con cuidado y de su interior surgieron pequeñas estrellas brillantes que se alzaban hacia el cielo. Levanté la mirada y de nuevo la vi. Era ella, Beiwe. Volvía a reír y me tendía sus manos. Esta vez las tomé y juntas partimos en un carro de renos.

La luz se tornasoló en mil colores, nos empapamos de su energía hasta convertirnos en un arcoíris que danzaba en el aire donde nos esperaban Sunna y Johannes para fundirnos en un gran abrazo verde como los ojos de Beiwe.