PERDIDO EN GROELANDIA

Debo reconocer que cuando mi pareja Rebeca me planteó la opción de ir a Groelandia de vacaciones, la propuesta no me hizo ninguna ilusión. Todos los años, los meses anteriores a las vacaciones de agosto, suelo terminar agotado en el trabajo y este año está siendo especialmente duro. Lo que más apetecía era disfrutar de unas vacaciones de “todo incluido” para tenerlo todo hecho y solamente me tuviera que tumbar al sol en un destino paradisíaco tomando unos combinados de frutas tropicales.

La cuestión es que a Rebeca le apetecía muchísimo ir y decidí aceptar su propuesta.  El viaje consistía en pasar quince días recorriendo los lugares más bellos del sur de Groelandia con la compañía Tierras Polares, cuyo director es Ramón Larramendi.

El comienzo del viaje no fue nada bueno.  El día 2 de agosto salía nuestro vuelo desde Barcelona a Copenhague, y después de pasar la noche en uno de sus hoteles el día 3 volamos hacia Narsarsuaq. El vuelo salió en hora sin ningún tipo de contratiempo pero el aterrizaje fue otro cantar. Debido a una espesa niebla que cubría por completo la pista de aterrizaje de Narsarsuaq, el comandante de la tripulación se vio obligado a tomar la decisión de no aterrizar en la misma y el avión fue redirigido al aeropuerto de  Kangerlussuaq, el cual está bastante más al norte que el de Narsarsuaq y se encuentra al comienzo de un fiordo que lleva su nombre.

La decisión del comandante del vuelo estaba perfectamente justificada y no había nada que objetar al respecto, pero el hecho de que tuviéramos que quedarnos en el hotel del aeropuerto de Kangerlussuaq durante dos noches no tenía sentido. La compañía aérea no nos proporcionó ninguna explicación convincente sobre la decisi

ón tomada y no tuvimos más remedio que perder dos valiosos días de nuestras vacaciones.  Estos dos días nos sirvieron para empezar a conocer a los demás miembros del viaje. En total estábamos veintitrés personas de las cuales saldrían dos grupos de viaje. De antemano no sabíamos quienes formarían cada uno de los dos grupos. Desde el principio todos hicimos buenas migas y sabíamos que en el momento de separarnos sentiríamos un poco de pena. Y así fue. Al tercer día decidieron embarcarnos en un pequeño avión de menos de cuarenta plazas dirección a Nasarsuaq. Una vez allí, nos separaron en dos grupos y nos presentaron a nuestras respectivas guías. La nuestra era Nora, una joven de origen alemán que había aprendido castellano en Méjico y que hablaba, además del alemán y el español, el inglés, el portugués, el francés y algo de italiano. Una auténtica políglota y una todoterreno de mujer, como nos lo demostraría en los días venideros.

A partir de ese día comencé a disfrutar de la naturaleza en su estado más puro, como nunca antes lo había hecho. Como consecuencia de los dos días perdidos en el aeropuerto de kangerlussuaq, el programa inicial del viaje varió en cuanto al orden de las visitas programadas, pero gracias al enorme esfuerzo de Tierras Polares, y muy especialmente de nuestra fabulosa guía Nora, conseguimos visitar todos los lugares incluidos en el programa.

No voy a enumerar y describir todos los maravillosos lugares que visitamos (todos ellos están perfectamente descritos en el programa), pero sí que intentaré transmitir las intensas sensaciones que experimenté en aquellos días inolvidables. En aquellas tierras frías y solitarias  la vida parecía discurrir en voz baja, con una lentitud pasmosa. El mundo civilizado parecía estar a siglos de distancia. Podía sentarme a la orilla de un lago y permanecer largo rato mirándolo, observando cómo la superficie del agua se agitaba levemente formando figuras imprevisibles. Y a lo lejos se alzaban aquellos majestuosos glaciares milenarios ante los cuales me sentía totalmente insignificante. La paz reinaba en aquel lugar paradisiaco, y solo las ocasionales estelas dejadas por aviones que surcaban los cielos a muchas millas de distancia, conseguían perturbarla momentáneamente.

Pero no todo fue paz y tranquilidad. Una mañana, después de un copioso desayuno en la isla de Uunartoq, conocida por sus aguas termales, decidí dar una pequeña vuelta por la parte alta de la misma. Confiado en mi sentido de la orientación, y puesto que se trataba de una pequeña isla, pensé que no hacía falta avisar a los demás compañeros del grupo de cual era mi intención. Subí a una pequeña cima por donde se podía ver gran parte de la isla, y cuando estaba disfrutando de aquella maravillosa vista, una niebla espesa y cerrada subió montaña arriba y en cuestión de minutos me encontré totalmente desorientado. No había hecho caso de una de las reglas básicas de este tipo de viajes: “Nunca te alejes solo del grupo; y si tienes que hacerlo di hacia donde te diriges exactamente”. Nuestra guía nos lo había repetido hasta la saciedad y yo no le había hecho caso. Me sentía avergonzado por ello, pero ahora la prioridad era encontrar cuanto antes al resto del grupo. La niebla era tan densa que parecía poder cortarse con un cuchillo. Bajé como pude por la falda de la montaña hasta llegar a una pequeña playa de la costa. Desafortunadamente, esa no era la playa de donde había partido montaña arriba. Decidí recorrer la costa de la isla a paso ligero con la esperanza de encontrar la playa en donde teníamos instaladas nuestras tiendas de campaña. Las manecillas del reloj avanzaban impasibles, y cuando ya llevaba más de una hora trotando por aquel terreno pantanoso e irregular comencé a apurarme. Yo estaba bien y sabía que el algún momento encontraría la playa, pero ¿que estarían pensando los demás miembros del grupo? ¿Qué ideas estarían rondando por la cabeza de Rebeca? Pensar en la angustia que estarían pasando me producía malestar. Pero ya había cometido un error y no pensaba cometer ningún otro; así que mantuve la calma y continué bordeando la isla. Dos veces en un intervalo de unos veinte minutos pasó muy cerca de la costa una pequeña lancha blanca a motor; por lo que supuse que andaban buscándome por mar. Le hice señales y grité tan alto como pude pero el tripulante no consiguió verme. Al cabo de un rato, pasó una embarcación Zodiac de color naranja, tripulada por un corpulento hombre. Le hice señales y volví a gritar tan alto como pude. Me vio e hizo señales para que me acercase a la embarcación. Cuando estuve cerca vi que se trataba de un hombre joven, de unos treinta años, con rasgos orientales, típicos de los inuit groelandeses.  Me echó una buena bronca por haberme separado del grupo; y después, me explicó que todos los del grupo estaban preocupadísimos por mí, ya que en aquellas circunstancias climatológicas podría haberme roto una pierna en uno de los múltiples agujeros cubiertos de vegetación que había a lo largo de la costa de la isla, o peor aún, podría haberme caído al mar con lo cual difícilmente me habrían encontrado.

Cuando terminó de hablar, le di un fuerte abrazo en señal de agradecimiento y en su enorme cara se esbozó una bonita y agradable sonrisa. Después, aceleró la embarcación y en pocos minutos me llevó a la playa donde estaban las tiendas de campaña del grupo. Solo estaban las tiendas, ya que, como más tarde me dijeron, todos mis compañeros, divididos en grupos de dos o tres individuos organizaron mi búsqueda por distintas partes de la isla. Poco a poco fueron llegando todos ellos. Rebeca llegó con el primer grupo, y nada más verme, corrió hacia mí con los ojos enrojecidos por la alegría de haberme encontrado ileso; y me dio un beso que jamás olvidaré, cargado de amor y pasión.

El resto de los compañeros fueron llegando poco a poco. Todos ellos me abrazaron, por lo que deduje que la preocupación de que algo malo me podía haber ocurrido fue general. Con el último grupo llegó nuestra guía Nora. Al ser una mujer con carácter, agaché la cabeza esperando una nueva bronca (totalmente merecida), mayor aún que la recibida del capitán de la embarcación; pero cuando se me acercó lo único que hizo fue darme un fuerte abrazo, me besó en la mejilla y me dijo: “No vuelvas a hacerlo”.

Después de aquel día, cada vez que amanecía con niebla el cachondeo era general: que si había que atarme con cuerdas para que no me perdiese, que si era conveniente ponerme un chip de localización por si me daba por separarme del grupo, etc. La verdad es que aquella anécdota dio mucho juego al grupo, hasta tal punto que yo mismo hacía chistes de ello.

Los quince días que duró el viaje fueron muy intensos y me dejaron unos de los mejores recuerdos que conservaré para siempre. Disfruté de la naturaleza en su estado salvaje y en aquel lugar apartado de la civilización experimenté una sensación de paz interior muy placentera. También aprendí una lección muy valiosa: por mucha confianza que tenga uno mismo en sus habilidades y recursos, siempre hay que hacer caso de las indicaciones de los guías, ya sea porque conocen mejor el lugar, o simplemente porque durante esos días, ellos son los responsables de que todo marche correctamente y no se produzcan incidentes.