Magia en Islandia

 

-Hvað segirðu gott? -me pregunta una azafata de inconfundibles rasgos nórdicos.

Asiento tímidamente. No entiendo lo que me pregunta pero lo intuyo. Debe de haberse fijado en mi cara pálida: tengo pánico a volar. Si Álex estuviera conmigo ahora esto no pasaría. Me cogería la mano y me entretendría todo el vuelo con sus pésimos chistes hasta que el avión aterrizase. Él siempre sabía hacerme sentir fuerte.

El avión toma tierra bruscamente y todos los pasajeros parecen despertar repentinamente de un largo letargo. Veo sus caras de excitación y felicidad ante la llegada y me siento desubicada aquí. ¿No debería estar feliz yo también?

Eme y Lucía, mis dos mejores amigas, viajan conmigo. Sin duda, quieren asegurarse de que haga este viaje. Eme, que odia a los niños tanto como a su propio nombre, Emerencia, ha estado trabajando como canguro todo el verano para poder costearse este viaje y, Lucía, ha dejado a su marido y a su hijo de 2 años para acompañarme. Se quedan mirándome con una mezcla entre compasión y resignación.

-Vamos Cris, ¡anima esa cara, estamos en Islandia! ¡Lo vamos a pasar genial! -me zarandea Eme con su vitalidad incansable.

Lucía, que es más calmada, me pone la mano en el hombro y me susurra con la dulzura que la caracteriza:

-Es lo que él habría querido, se lo debes.

Siento un pellizco en el corazón. Cada vez que pienso en Álex y en todo lo que planeamos juntos antes de que aquel maldito camión acabara con su vida, siento un dolor tan profundo del que creo que nunca me voy a recuperar. Recuerdo aquel 3 de Octubre como si fuera ayer. Esa mañana me había levantado con un humor de perros porque estaba desbordada en el trabajo y apenas había conseguido dormir un par de horas. El ya rutinario olor a tostadas quemadas inundaba nuestro pequeño apartamento y Álex me pedía auxilio desde la ducha porque, de nuevo, el viejo termo maltrecho le había dejado sin agua caliente. Recuerdo enfadarme con él por haberme tropezado una vez más con uno de sus centenares de libros de astronomía que tenía siempre caóticamente esparcidos por nuestro dormitorio. Apenas pude despedirme de él con un beso rápido antes de salir flechada al trabajo. Y ésa fue la última vez que lo vi.

A Álex le fascinaba la astronomía y su mayor sueño era poder contemplar las auroras boreales algún día. Estaba convencido de que ese tipo de fenómenos de la naturaleza originan una… ¿cómo decía? Ah, sí: “una energía extraordinaria de magnitud incalculable”. Puedo recordar aún el tono de fascinación absoluta con el que pronunciaba cada una de estas palabras. Montones de libros sobre países árticos y astronomía, así como diversos planisferios celestes y manuales sobre fotografía nocturna convivían desde hacía años con nosotros, repartidos aquí y allá, en nuestro diminuto apartamento abuhardillado. Pensábamos viajar a Islandia esas navidades para cumplir su sueño.

***

Son las 11 de la noche y acabamos de llegar a un albergue de Reikiavik. Aquí nos encontramos con el resto del grupo que viajará con nosotros y con Éric, el guía, un simpático islandés que apenas domina el castellano. Nuestro plan de viaje consiste en recorrer los puntos más importantes del sur de la isla y cruzar los dedos para ver auroras por la noche. Mientras camino hacia el dormitorio común recuerdo que la última vez que hice senderismo fue hace 20 años en una excursión con el colegio a una granja escuela y volví a casa con un esguince de tobillo. “Ya te podría haber interesado la fauna marina caribeña, Álex”, pienso mientras torpemente me meto en el saco de dormir.

El día amanece lluvioso y nos vemos obligados a hacer la ruta con un poncho altamente indigno. Sin embargo, vernos a todo el grupo de esta guisa arranca mi primera sonrisa y decido darle una segunda oportunidad a la Isla, que por primera vez comienzo a sentir muy interesante. Hoy nos esperan los grandes iconos geográficos de la isla: el denominado “Círculo de Oro”. Nuestra primera visita nos lleva a Seltún, un humeante campo minado de fumarolas bastante curiosas, por el que se agradece caminar mientras entramos un poco en calor, si bien no puedo decir lo mismo del olor que desprende, fuente de inspiración de los más de 20 chistes de tinte escatológico que cuenta Eme en el transcurso de la visita.

Dejamos este extraño paraje y ponemos rumbo hacia el Parque Nacional de Thingvellir, donde somos sorprendidos por un titánico cañón de roca negra, enmarcado en un vasto valle recubierto del siempre omnipresente musgo de color verde intenso, tan característico de la isla. Tras un rápido picnic al sol, en un fugaz momento en el que la lluvia nos da una tregua, por fin vamos camino a la zona donde se encuentran los famosos géiseres. Para mi sorpresa, descubro que el géiser primigenio que le da el nombre a este fenómeno de la naturaleza, Geysir, ya no está activo, robándole protagonismo su hermano pequeño Strokkur, menos grande, pero igualmente desafiante. Estos géiseres también atraen toda mi atención. Siento que por fin voy a ver todo eso que aprendes de pequeño que parece que sólo existen en los libros de Ciencias Naturales: icebergs, fumarolas, géiseres, volcanes, glaciares…

Tras los géiseres, visitamos una de las cataratas más importantes de Islandia: Gulfoss. La observo desde muy cerca y puedo oír cómo ruge, siento la fuerza que llevan sus aguas río abajo y percibo lo viva que está la isla. Pero la catarata que sin duda acapara todos mis sentidos y me deja sin habla es Haifoss: con sus 122 metros de altura, me parece elegante y sencilla pero, a la vez, tremendamente imponente. Me quedo contemplándola un buen rato y pienso en Álex, en mis padres y en mis amigos. Sé que por mucho que me esmere en describírselo, nada va a superar esto.

Cae la noche y llegamos a un nuevo refugio en Landmannahellir. Me paro un momento a observar el divertido ajetreo que se cuece en el interior de la acogedora cabaña: mientras unos ayudan a preparar la cena (observo a Eme correr cuchillo en mano tras Éric pidiéndole más patatas que pelar), otros ayudan a poner la mesa. Lucía saca su vena maternal y creativa y decora unos panecillos con una típica pasta de salmón antes de servir un pollo exquisito. El ambiente es muy familiar. Miro por la ventana. El cielo sigue cubierto de nubes y la lluvia parece no cesar. Mucho me temo que hoy no podremos ver auroras. Pero ha sido un día increíble, así que con el cansancio de haber estado andando mil kilómetros, pero satisfecha, caigo rendida en la litera.

El día siguiente vuelve a amanecer lluvioso, pero ya no nos importa. En cierta manera, este tiempo le da a la isla un encanto especial. Hoy visitamos Landmannalaugar. Me encanta este nuevo paraje. La ruta de hoy nos hace atravesar un abrupto campo de lava negra, que más bien recuerda a un paisaje lunar, y comenzamos el ascenso hasta la cumbre, pasando de nuevo entre simpáticas fumarolas que parecen emerger de la nada y que contrastan con las montañas nevadas del fondo. Las vistas desde la cima son fascinantes.

De vuelta, almorzamos en un albergue cuya mayor atracción son unas termas naturales de donde no pienso moverme en un par de horas. La sensación de estar calentita dentro del agua mientras fuera el frío es capaz de erizarte la piel, es tan reconfortante que no me quiero marchar. Pero las arrugadas yemas de mis dedos me indican que quizá haya pasado aquí más tiempo del necesario, así que con el cuerpo relajado de las termas subo al dormitorio y me echo en la cama. Saco de la mochila mi guía de Islandia y comienzo a leer los nombres imposibles de los lugares que hemos visitado hoy y a los que iremos mañana. Me quedo dormida. Hoy tampoco veremos auroras.

Despierto en un nuevo y emocionante día en Islandia. De camino al Parque Nacional de Skaftafell, realizamos una ruta que nos lleva a contemplar, desde el mirador Sjónarnípa, una de las lenguas de hielo del Vatnajökull, el glaciar más grande de toda Europa. Las vistas son tan sobrecogedoras que nos quedamos como hipnotizados contemplando esa gran masa helada a nuestros pies. Pero tenemos que volver y continuar el viaje.

No llevamos ni media hora descendiendo cuando un brusco estruendo nos hace mirar hacia arriba boquiabiertos: una estampida de lo que me parecen zorros árticos descienden a toda velocidad hacia nosotros. El pánico nos invade. Pero el guía nos dice que permanezcamos quietos: no vienen a por nosotros. Nos sortean y pasan de largo. Están huyendo. Pero, ¿huyendo de qué? La respuesta no tarda en llegar: la tierra empieza a temblar y de repente empiezan a llover del cielo trozos de roca negra incandescente. ¿Lava?

-¿No dijiste que en esta zona no había volcanes? -le grita Eme al guía, con un tono entre furioso y lleno de terror.

-Teóricamente… -contesta Éric, inundado por la confusión; le veo palidecer.

La intuición nos hace correr despavoridos montaña abajo mientras un incipiente volcán parece querer emerger bajo nuestros pies, provocando grietas en el suelo por donde sigue disparando ahora con más fuerza esas balas mortales. Estoy agotada, siento que me falta el oxígeno y cuando creemos que nada puede ir peor, lo vemos: una imparable lengua de lava avanza decidida hacia nosotros. De repente notamos un calor infernal y el humo no nos deja respirar. Tropiezo y empiezo a rodar. Ruedo, ruedo, ruedo. Hasta que me freno violentamente contra una angulosa roca y me doy un fuerte golpe en la cabeza. Comienzo a verlo todo blanco, no sé dónde están mis compañeros, pero no tengo fuerza para gritar auxilio. El manto de lava va a engullirme de un momento a otro. Entonces una mano me agarra el hombro y empieza a sacudirme.

-¡Cris! ¡Cris, despierta! -es la voz de Eme.

Estoy salvada.

-¡Criiiiiiiiis! ¡Que nos esperan para desayunar!

Por fin salgo de mi aturdimiento. Abro los ojos. Tengo mi guía del viaje agarrada con fuerza y mis gafas dobladas sobre mi cara. Debí quedarme dormida ayer. Suspiro con gran alivio. Todo ha sido una pesadilla. Empiezo a reír a carcajadas mientras Lucía, que se encuentra a mi lado recogiendo su saco, me mira atónita.

El día de hoy transcurre muy parecido a mi sueño, he de reconocer que mi imaginación se acerca mucho a la realidad, pero como es de esperar, no la supera. Tras volver del fantástico mirador de Sjónarnipa, esta vez sin zorros árticos ni volcanes escondidos, hacemos noche en una acogedora granja. Mañana nos espera un día de mucha actividad en el glaciar.

Hoy es nuestro penúltimo último día. Procuro que la nostalgia no emborrone mis ganas de exprimir los últimos minutos que me quedan en esta increíble isla. He de reconocer que el viaje ha superado mis expectativas. Islandia se me antojaba fría, húmeda e inhóspita, pero en cuanto pones un pie en estas tierras puedes sentir su energía ártica, su magia, y es entonces cuando piensas que quizá esas leyendas sobre gnomos y trols puedan ser verdad.

El paisaje de hoy es totalmente diferente. Ya en el glaciar, observamos maravillados la gélida superficie blanca manchada por negruzcas vetas de ceniza volcánica. Blanco y negro. Hielo y fuego. Islandia es sin duda un país de contrastes extremos.

Más tarde nos adentramos en zódiac en Jökulsárlón, un inmenso lago glaciar. El paseo es de lo más agradable. Las simpáticas focas son testigos de nuestro asombro al contemplar a ese gigante de hielo y a los centenares de curiosos icebergs, de mil formas y tonalidades de azul, repartidos caprichosamente por todo el lago.

Pero la tarde nos trae algo aún más emocionante y divertido. Una excursión con crampones sobre una enorme superficie helada que nos arranca más de una sonrisa a lo largo de la ruta. El paraje es totalmente desértico y tan sólo el fuerte crujido del hielo bajo nuestros pies, en cada paso que damos, nos devuelve a la realidad de La Tierra y nos rescata de la abstracción que nos produce una vez más la isla. Parecemos estar perdidos en algún planeta lejano. Esto es increíble.

Volvemos al albergue. Mi última esperanza de ver auroras boreales se disipa al ver como densos nubarrones oscuros dan la bienvenida a la puesta de sol. El albergue es en realidad una cabañita de madera muy acogedora. Esta noche sólo nos alojamos mi grupo allí. Éric nos vuelve a deleitar con otra de sus deliciosas cenas dignas de una estrella Michelín y poco a poco se van acostando. Me resisto a dormir, pero el sueño me puede así que, una noche más, me encamino bostezando a la habitación.

Vaya, he olvidado mi linterna en la furgoneta. Me entra un escalofrío nada más de pensar que tengo que salir fuera con este frío.

Salgo del albergue y me dirijo hacia la furgoneta. Estoy a punto de abrir el maletero cuando veo algo verdoso reflejado en el cristal de la puerta. Esta imagen me hace girarme rápidamente de manera autómata y mirar hacia arriba. No puede ser. “Demasiada cerveza Einstock, Cris”, me digo a mí misma. Parpadeo varias veces y vuelvo a mirar. De repente las nubes se han ido y han dado paso, como si de un telón de teatro se tratara, al cielo más bonito que jamás haya visto. Haces de luz de un verde intenso parecen estar danzando delante de mis ojos. Y de repente desaparecen, para dar lugar a una espectacular espiral verde y violeta que emerge del horizonte y ocupa casi toda la bóveda estrellada. ¡Hay luces por todos lados! Parecen tan delicadas y volátiles como majestuosas e imponentes. Quiero gritar de emoción y despertar a todos mis compañeros, pero estoy literalmente clavada en el suelo y siento que el tiempo se acaba de detener alrededor mía. Las lágrimas empiezan a resbalar por mis mejillas sin avisar. Pienso en Álex con todos mis sentidos y las palabras salen de mi boca sin pensarlas: “Ojalá pudieras ver esto”. Y por primera vez logro entender eso que tanto repetía sobre que este momento produce una “energía extraordinaria de magnitud incalculable”. Sí, puedo sentir esa energía, como una corriente que me recorre el cuerpo entero de pies a cabeza y me hace estremecer. Cierro los ojos. Y entonces le veo. Con su eterna sonrisa picarona y sus hoyuelos en las mejillas.

Cuando por fin vuelvo en mí, corro hacia la cabaña a avisar a mis compañeros, los cuales, al enterarse, salen escopetados de sus habitaciones como si de una estampida de búfalos se tratara. Cuando salen fuera y contemplan esta maravilla, comienzan a gritar de alegría, se abrazan y saltan con la emoción primitiva de un niño cuando descubre los regalos de Navidad debajo del árbol. Sé que hablo por todos cuando afirmo que es lo más fascinante que hemos vivido nunca. La verdadera definición de “magia”.

Tras dos horas de espectáculo nocturno inolvidable, poco a poco vamos volviendo a nuestras habitaciones, con esa sensación de cuando uno descubre que es un privilegiado por haber vivido algo tan extraordinario.

A la mañana siguiente me siento bastante aturdida. La magia de anoche se desvanece al recordar que hoy es 3 de Octubre y una punzada de dolor me termina de espabilar. Sabía que este día llegaría, pero no imaginaba lo duro que podría llegar a ser. Un familiar olor a tostadas quemadas penetra en mi nariz, y siento como si estuviera en mi minúsculo apartamento. La sensación me resulta tan placentera que me relaja y decido quedarme unos minutitos más durmiendo. Mis compañeros deben de estar igual de exhaustos que yo de la noche anterior, así que intuyo que tampoco va a madrugar nadie.

-¡Criiiiiiis! -una voz familiar me llama-. ¡Cris! ¡Se ha vuelto a estropear el termo!, ¿te importaría volver a encenderlo, cariño?

Debo de estar soñando. Me incorporo en la cama bruscamente y me quito el antifaz. Lo que veo me deja aún más aturdida: ¡estoy en mi apartamento! Me levanto de un salto y empiezo a recorrerlo, como si fuera la primera vez que lo veo. Me tropiezo con uno de los libros de Álex, “Observando auroras boreales”. No entiendo nada. Me dirijo al baño y, temblorosa, dudo antes de agarrar el pomo de la puerta con decisión y entrar. Puedo ver la inconfundible silueta de Álex tras la cortina del baño. Me quedo clavada en el sitio.

-Cris, me estoy quedando helado, ¿te importaría volver a encender el termo y luego contemplas mi escultural cuerpo todo el tiempo que quieras? -me dice antes de echarse a reír con su risa burlona.

Quiero hablar, pero se me ha secado la boca y las palabras no logran salir de mi garganta. Salgo del baño y busco impaciente el calendario de la cocina. Es 3 de Octubre… ¡del año pasado!

Pero, ¡¿cómo…?!

Álex sale de la ducha y viene hacia mí. Me besa en la frente mientras coge su taza de café y me acerca la mía. Me mira divertido.

-¿Qué te pasa esta mañana? Parece que hayas visto a un muerto –ríe mientras intenta poner sin éxito cara de miedo.

En este momento me atraganto con el café. ¿Puede ser posible…? No entiendo nada pero de repente y, movida por un extraño impulso interno, sólo tengo una cosa clara:

-No vayas a trabajar hoy -es lo primero que logra salir de mi boca desde que me he despertado.

-¿Cómo? -me pregunta sorprendido, arqueando las cejas-. ¿Doña Adicta-al-trabajo me está pidiendo que haga novillos?

-Exacto, sí -respondo mirándole a los ojos como nunca antes lo he hecho-. Quedémonos hoy en casa, hagamos otro plan. Llevamos un tiempo muy absorbidos por el trabajo y creo que -las palabras tardan en salir de mi boca-, la vida es… me he dado cuenta de que… quiero pasar más tiempo contigo –digo finalmente.

Trago saliva, pero no dejo de mirarle. De nuevo se ríe divertido.

-Pues… ¡me parece genial! –su cara se ilumina-. ¿Y qué tal si… comenzamos a planear nuestro viaje a Islandia? ¿Te he dicho alguna vez que las auroras boreales desprenden una energía extraordinaria de magnitud incalculable que, de canalizarse adecuadamente, sería capaz de provocar cualquier tipo de fenómenos?

“Cualquier tipo de fenómenos”. Me quedo pensando unos segundos antes de responderle.

-Lo habrás repetido unas cien veces, Álex –contesto con resignación fingida y poniendo los ojos en blanco, pero alegrándome por dentro de volver a escuchar esas palabras.

-El problema es que los científicos no encuentran la manera de condensar y canalizar toda esa energía, ¿sabes?

-A lo mejor sólo hay que… desearlo con muchas ganas –respondo lentamente, mientras le encuentro sentido a cada una de estas palabras.