Fina Freixa i Pujals

Lofoten, Vesteralen… hasta pronto

Noruega: Lofoten, Tromso y ballenas: Bodo à Tromso

Del 9 al 16 de agosto de 2018

¡Que nervios! ¡Por fin, llegó el día! Empieza el viaje: Lofoten, Vesteralen… allá vamos. ¿O no? Ay, que empezamos mal: previsiones de mal tiempo. No me gusta mirar fotos de los lugares que vamos a visitar en vacaciones, prefiero llegar en blanco, pero la previsión meteorológica ya es otra cosa, ¿no? No pinta bien. Todos los vuelos con destino al norte de Europa van con retraso. El de Oslo no es una excepción. Sólo nos faltaría perdernos el enlace a Bodo! Salimos. Tarde, pero salimos. ¿Un avión? Más bien parece una excursión por pista forestal en un todo terreno de los antiguos. Nos cruzamos el continente encima de un manto de nubes, adiós a las vistas sobre los Alpes, los molinos de viento frente a Dinamarca… Llegamos en un tiempo record. Bien por el capitán. A lo mejor nos da tiempo. Para variar, la salida está al otro extremo del avión, se forma una gran cola terriblemente lenta. No somos los únicos con prisa. Unos chavales más jóvenes deciden pedir permiso para pasar delante, nos juntamos a ellos. Todo el mundo nos abre paso. ¡Qué bien! Cruzamos el aeropuerto de Oslo a toda máquina. Vistazos rápidos al aeropuerto. La media de rubios o rubias altos y corpulentos se ha disparado. ¿Serán todos así? ¿Acabo de meterme en el decorado de la serie Vikingos? ¿Donde estaba? La puerta, la puerta, ¿donde está la maldita puerta? ¡Allí! ¡Todavía queda gente en la cola! ¡Viva! Pillamos el segundo avión. Por los pelos, pero ya es nuestro. Ahora toca sufrir por el equipaje: ¿habrá tenido la misma suerte? Nuevamente nos paseamos por un mar de nubes. Llegamos a Bodo, buscamos al guía y poco a poco aparecen los ocho integrantes del grupo, equipajes incluidos. Veníamos en el mismo avión procedentes de lugares distintos. Quien más quien menos ha sufrido retrasos.

Se van los nervios, el cansancio, la angustia; llega el descanso, el viaje de verdad, con la tranquilidad de no tener otra obligación que disfrutar y mirar, gravar en el recuerdo todo lo que vamos viviendo, v i a j a r… Nuestro Javi se encarga del trabajo duro. Conduce, compra, guía. Una ya tiene una edad y ha pasado por todo tipo de viajes: en tienda, en caravana, apartamentos, hoteles… normalmente mi marido conduce, compra y cocina, y a mí me toca –me  tocaba, que bien van las nuevas tecnologías- pelearme con los mapas, los cruces, las rutas, los lugares de visita, los idiomas, las tiendas y los horarios, las relaciones… Hay más libertad, sí, pero también más fatiga, más roces y requiere mucha preparación. En Islandia descubrimos los viajes con guía en minigrupos, y nos pareció una idea genial. Viaje al cien por cien, disfrutar y compartir.

Poco a poco el grupo se va conociendo, se presentan los primeros voluntarios para la cocina y el desayuno, las sobremesas nocturnas son agradables y vamos pasando de un tema a otro. Javi cocina y nosotros hacemos de pinche. ¡Y cómo cocina! ¡Seguro que estas vacaciones engordo! También nos cuenta cada noche el plan del día. A veces variamos la ruta, alteramos los horarios para aprovechar las ventanas de buen tiempo que se nos ofrecen y día a día la lluvia nos respeta y nos permite hacer todas las actividades programadas. ¡Que gozada! Los paisajes son postales continuas. Imposible describirlos y hacerles justicia. Montañas hasta el mar, verde, agua, nubes, casitas de madera, barcas… ¿es agua dulce o salada? ¿Fiordo o lago? ¿Hierba o musgo? Si llegamos a viajar por nuestra cuenta, no habríamos pasado del primer trecho del recorrido, imposible llegar al final. Nos encanta la fotografía. Fijo que parábamos en cada rincón. No habríamos visto ni la mitad. Mi marido seguro, con la vista fija en la carretera y el dedo en el disparador de la cámara. Este año los dos descansamos. Porque esto es un descanso, aunque madruguemos, aunque hagamos senderismo, aunque no haga bueno.

Y con el descanso llega la imaginación. Contemplando tanta belleza, no puedo dejar de pensar que es verano, su mejor tiempo, pero levanto la vista al cielo: siempre nublado, con amenaza de lluvia, algunos claros de vez en cuando. ¡Y dentro de unos meses la oscuridad será la señora del lugar! Poca tierra para cultivar, pocos árboles y todos muy finos, pocas casas, poca gente -incluso ahora-, solo los turistas. Los vascos, los gallegos, seguro que se sienten como en casa, pero para los mediterráneos acostumbrados al sol solete… para los que nos entra morriña solo de pillar muchos días con niebla o nublado, ya es otro cantar. Cómo sería la vida en estos lares hace no tantos años. Noruega es un país rico, hoy, no hace mucho no era así; y en el norte, menos. Todo importado. Echarse al mar en verano para cazar focas y ballenas, esperar la entrada del bacalao en las Lofoten en febrero, pescarlo, ponerlo a secar… ¡Qué vida más dura!

Tenemos suerte, en Borg, en el museo vikingo están de fiesta, como las nuestras medievales pero en vikingo: podemos subir a un drakar y navegar, disparar hachas y flechas, comprar en los tenderetes y comer. No sé navegar, no tengo ni idea, pero me impresiona la gran maniobrabilidad y la rapidez con que se mueve el barco con una sola vela cuadrada sin casi ni pizca de aire, cómo sería en alta mar, lleno de remeros, cruzando el mar del Norte, yendo para Inglaterra, Islandia, las Feroe. No se parece en nada a las carabelas  que cruzaron el Atlántico, ni a los galeones; me recuerdan –salvando las distancias- a las trirremes griegas y romanas que señoreaban el Mediterráneo, aunque son mucho más simples, menos remeros, menos peso, ninguna comodidad… Con barcos así aunque un poco más grandes el señor que gobernaba esa zona emigró con toda su gente y posesiones hacia Islandia. Hombres, mujeres, niños, enseres, animales y esclavos en una cáscara de nuez, a merced del oleaje y de unas gélidas aguas. Desafiando a los dioses y a la furia del mar, lo que venía a ser lo mismo. Y de Islandia a Groenlandia, y a América (su Vinland, nuestra Terranova). Mucho antes de nuestra llegada. Gente bravía, guerreros y comerciantes que conquistaron media Europa incluidas Galicia y Sicilia  en sus pequeñas embarcaciones, largas y estrechas, livianas y de poco calado, muy rápidas, podían arrastrarlas por la costa, navegar en aguas de un solo metro de profundidad, remontar ríos…

No siempre el tiempo se apiada de nosotros y en Ringstad nos quedamos sin paseo en kayak. El mar no está para bromas. Pero la organización nos ofrece la posibilidad de salir en un fueraborda para ver águilas de mar. Todos nos apuntamos inmediatamente (aunque a mi marido hay que convencerle porque no lo tiene claro) y al poco rato nos hacemos a la mar embutidos dentro de unos monos de gorotex y forro polar bien calentitos. Llueve bastante. Vamos tapaditos tapaditos, con gafas de ventisca (como las que llevamos para esquiar cuando hace mal tiempo), manoplas… ¿os imagináis la pinta que llevamos? Navegamos bastante rato cerca de la costa, saltando por encima de las olas, hasta llegar a un pequeño fiordo con islotes en medio. Entonces nuestro “capitán” echa mano a un cubo lleno de pescado y asistimos a uno de los mejores espectáculos que he visto en mi vida. En los islotes hay más de un nido de águilas, que se van turnando para venir a pescar los peces que les vamos echando, los cogen y se los llevan para casita, que los niños tienen que comer. ¡Una gozada! Casi prefiero el fracaso del kayak.

Las excursiones están muy bien, el cielo casi siempre está encapotado pero sin lluvia. Sin sol, el mar entre esmeralda y turquesa no se vé por ninguna parte, pero el paisaje es igualmente espectacular: en Kvalvika ya no hay balleneros como antaño aunque nos cruzamos con jóvenes con sus tiendas que van a dormir a la playa pese al mal tiempo; en el trekking de Straume hay poca vista pero disfrutamos de la calidez de los refugios de montaña de la zona; y el paseo por la zona de Bleik es de una gran belleza. Casi siempre dormimos en confortables rorbuer (pequeñas cabañas de madera), y el monte Svolvaergeita (la cabra de Svolvaer) se nos resiste y no asoma la nariz ni por casualidad. El viaje transcurre de forma fantástica y llegamos a Andenes donde visitamos el museo de las ballenas (muy didáctico y bien explicado) y nos preparamos para embarcar. Con el tiempo que hace Javi nos avisa: biodraminas y toda la ropa de abrigo que tengamos, porque va a hacer mucho frío. Y no se equivoca en nada. La excursión vale la pena, navegamos unos 19 km (así nos aclaramos todos) mar adentro hasta avistar un cachalote al que tienen bautizado con el nombre de Glenn (a partir de ese momento todos los Glenn que se crucen en mi camino lo llevan claro). Glenn se toma su tiempo, surfea cerca del barco, nos deja hacer fotos -parece que esté posando-, se pasea por la superficie y finalmente se sumerge a cámara lenta diciéndonos adiós con un golpe de cola. Así dos veces. Ni en Islandia, ni en Canarias, ni en Costa Rica no había visto un bicho de estos tanto rato y con tanta tranquilidad. ¡Qué fotazas! Además, hacemos ida y vuelta acompañados de simpáticos fulmares boreales, juegan con las olas y el barco, avanzan y retroceden, y -¿cómo no?- se dejan fotografiar.

En estas tierras te sientes pequeño, insignificante, un juguete en manos de la naturaleza. Ocurre ahora y supongo que antes aún más. Pero también te llenan de energía, de vitalidad, de ganas de vivir. Por ello no me extraña que en ellas se hayan forjado hombres como Fridtjof Nansen y Roald Amundsen (el primero le abrió paso al segundo en sus viajes por el polo Norte).  Os recomiendo el libro de Javier Cacho Nansen, maestro de la exploración polar. ¡Cómo me gustaría volver a Tromso ahora para visitar el Museo Polar! Después de leer este libro las fotos, los documentos, los objetos tendrían un nuevo significado. Y no os perdáis tampoco el barco museo. Para mí, son lo mejor de la ciudad.

Se terminaron las vacaciones, volvemos a los aeropuertos, aviones… ¿El tiempo? ¡Pues igual que a la ida! Europa bajo un mar de nubes y una buena tormenta a la hora del aterrizaje. Eso sí, la maleta llena de recuerdos, de paisajes maravillosos, de charlas con buenos compañeros de viaje… y con un gran catarro que me llevé de contrabando gracias a Glenn.