Ion Berasategi Armendariz – Groenlandia

NUNCA ES TARDE PARA GROENLANDIA

 

El próximo relato, totalmente ficticio y puede que inverosímil, tiene su origen en el último día del viaje en kayak por los fiordos del suroeste de Groenlandia. Fue concretamente en el piso superior del museo inuit de Narsaq, mientras observaba obnubilado las reducidas medidas y la complicada pero perfecta estructura de un auténtico y tradicional kayak inuit, cuando pude dar rienda suelta a mi imaginación. Fue allí arriba, bajo una tenue luz, donde empecé a tejer una historia aliñada con muchos de los ingredientes que nuestros guías Marc y Gert pusieron amablemente a nuestra disposición durante la maravillosa travesía en kayak por los majestuosos fiordos del suroeste de Groenlandia. A ellos dos les debo lo poco que conozco y lo mucho que admiro de esta raza de hombres y mujeres que, rodeados de una naturaleza implacable y sometidos a unas condiciones climatológicas extremas, han sabido subsistir en esta remota tierra que ellos mismo conocen como Kalaallit Nunaat (Tierra de la gente Kalaallit).

 

Me hubiera gustado conocer Groenlandia doscientos años atrás, para poder ver con mis propios ojos cómo sobrevivían los ingeniosos y habilidosos inuits a una naturaleza que en esta parte del planeta se sigue mostrando tan exigente. Pero, desgraciada o afortunadamente, me tocó nacer siglos más tarde. Me tocó nacer en un lugar muy lejano de esa inmensa isla que a mucha gente le cuesta situar en el mapa y que, desde la más inofensiva ignorancia, cree que el pingüino es uno de sus habitantes. Aquella extraordinaria forma de vida se encuentra actualmente a punto de extinguirse, porque la evolución humana así lo dicta: al igual que las coloridas y modernas casas de madera han hecho olvidar los austeros iglús construidos a base de piedras y tierra, el certero rifle y las rápidas lanchas motoras han dejado a un lado el paleolítico arpón y los minúsculos kayaks de madera cubiertos con piel de foca. Es ley de vida, y negarla es lo mismo que oponerse al transcurso del tiempo. Sin embargo, tras este fabuloso viaje, no me ha quedado la menor duda de que nunca es tarde para Groenlandia.

 

“Que tengas calor en tu iglú, petróleo en tu lámpara y paz en tu corazón” (proverbio inuit).

 

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Hace ya muchos años, en los fiordos del suroeste de Kalaallit Nunaat.

 

Después de varios días de incesantes aguaceros, aquella mañana, por fin, amanecía sin una sola nube en el horizonte. El joven Inuk, descalzo y aún aletargado, fue el primero en salir del lúgubre y templado iglú construido a orillas del esplendoroso fiordo de Narlunaq, para plantarse, otro día más, frente a un impresionante paisaje que conocía al dedillo, pero que jamás se cansaba de contemplar. Instintivamente, tuvo que cubrirse los ojos con sus ásperas manos para evitar que los primeros y punzantes rayos de sol los cegaran, y giró inmediatamente su mirada hacia la orilla opuesta del fiordo, allá donde se intuía la lejana y borrosa silueta de otro grupo de iglús en los que vivía alguien muy especial para él.

 

Una vez más se cumplía el viejo dicho de que la luna venía acompañada del buen tiempo. Sin duda, había llegado el día tan ansiado; el día en el que iba a poder estrenar el precioso kayak que su padre, pocos días atrás, había terminado de construir para él. Casi quedaba en el olvido el día en el que Inuk, tratando de dar caza a un solitario y renqueante caribú que huía en dirección a la costa, divisó aquel enorme y sinuoso tronco que la generosa deriva había arrastrado hasta la orilla del fiordo de Sermilik. Montado en el kayak que había tomado prestado de su padre, con la colaboración del viento y la inestimable ayuda de la corriente, lo pudo arrastrar hasta las inmediaciones del iglú familiar. Desde aquel afortunado día no habían sido pocas las horas de trabajo que el bueno de Taatsiaq, su padre, había dedicado a transformar aquel deforme y húmedo tronco en la herramienta perfecta que le permitiría a su hijo convertirse primero en un gran cazador, después en un digno esposo y finalmente en el admirado padre de una próspera familia. El kayak le abriría el futuro a su vástago. El kayak le permitiría a su hijo construir su propio iglú no muy lejos del suyo, más amplio, eso sí, porque la idea de Inuk, tal y como le había confesado repetidas veces, era tener muchos hijos.

 

Viendo que su padre seguía durmiendo, Inuk, suspirando profundamente para armarse de paciencia hasta que se despertara, decidió finalmente calzarse sus botas de piel y se dirigió al río. Con enorme habilidad y en muy poco tiempo consiguió pescar con sus propias manos media docena de truchas, que constituirían tanto su desayuno como el de su familia. Y en el camino de regreso al iglú tuvo tiempo de llenar de apetitosos arándanos una bolsa que su madre había hecho con piel de foca.

 

Taatsiaq, sin la ansiedad que mostraba su hijo por salir a cazar, tardó unos minutos más en levantarse para desayunar y terminar de equipar su viejo y fiel kayak con los instrumentos que les permitirían, si la suerte les sonreía, dar caza a algún corpulento cetáceo cuya grasa y carne les facilitaría superar un despiadado invierno más.

 

Tras despedirse de sus familiares más directos, los dos intrépidos cazadores se introdujeron en sus respectivos kayaks para, remando despacio pero sin cesar, dirigirse hacia el interior del interminable fiordo de Ikersuaq.

 

La ausencia de viento facilitaba el avance de nuestros dos protagonistas, quienes, sin dejar de remar un solo segundo, buscaban con su aguda vista algún movimiento en la superficie acuosa que delatara la presencia de alguna ballena. Mientras tanto, un elegante ejemplar de águila pescadora sobrevoló varias veces sus cabezas preguntándose el origen de aquellos dos extraños peces que avanzaban sobre el agua y que, desgraciadamente, eran presas demasiado pesadas para sus poderosas garras. Las ociosas gaviotas, apostadas en lo más alto de los imponentes y amenazantes icebergs, apenas se inmutaban ante el cercano paso de los dos cazadores, que apenas les dedicaban una mirada. Para sorpresa de Inuk, Taatsiaq detuvo repentinamente su avance ante lo que creyó ser la cabeza emergente de una inocente foca, pero ambos, dibujando una sonrisa pícara en la boca, reanudaron inmediatamente la marcha tras comprobar que aquella oscura semiesfera no era sino el último suspiro flotante de un iceberg que algún día fue parte integrante del inmenso indlandsis, la inmensa región helada que se extendía hacia el norte y que nadie sabía dónde terminaba, si es que terminaba en algún lugar.

 

  • ¿Te has declarado ya ante esa joven de la que tanto hablas? –rompió Taatsiaq el silencio que hasta entonces solamente lo interrumpían los icebergs que se resquebrajaban o que, cansados de tanto descanso, simplemente cambiaban de postura.
  • Aún no –le respondió Inuk, alzando los brazos para darse un respiro.
  • No esperes demasiado. Tengo entendido que tiene varios pretendientes –le aconsejó su padre.
  • Estoy tranquilo porque sé que me elegirá a mí.
  • Te noto demasiado seguro, pero bueno, yo ya te he advertido –concluyó Taatsiaq, que no había dejado de remar un solo instante.

 

Después de navegar más de siete millas sin divisar un solo animal viviente que mereciera la pena ser sacrificado, justo cuando se disponían a realizar un receso para reponer fuerzas, Inuk divisó a lo lejos lo que le pareció la silueta del lomo de un parsimonioso narval que rompía silenciosamente la uniformidad de las calmadas aguas del fiordo. Padre e hijo se miraron a los ojos y, sin necesidad de dirigirse una sola palabra, enfilaron raudos sus respectivos kayaks en dirección al unicornio marino cuya carne, tras ser ahumada, permitiría a su amplia familia subsistir durante un duro invierno más.

 

Después de una agotadora persecución que duró varias horas, Inuk, que había dejado atrás a su padre, consideró que se encontraba dentro de la distancia que le permitiría lanzar su arpón con garantías de clavarlo en el lomo de la ballena. Decidido, agarró el propulsor con su mano derecha y, haciendo gala de una puntería innata para los de su raza, lanzó el arpón con indiscutible acierto. El narval, después de sentir una terrible punzada, que ignoraba iba a terminar con su vida, se sumergió todo lo que la cuerda que le unía a una boya hecha con tripas de caribú daba de sí. Largo rato de lucha después, extenuado y casi desangrado, el cetáceo astifino sucumbió al legítimo deseo de su depredador y se dejó morir.

 

Taatsiaq, gracias a un agotador esfuerzo que en su juventud apenas le hubiera costado una sola gota de sudor, pero que ahora le recordaba su verdadera edad, alcanzó por fin a su hijo, y, tras dedicarle la mejor de sus sonrisas, le ayudó a arrastrar el narval hasta la orilla del fiordo. Después de fundirse en un emotivo abrazo, padre e hijo comenzaron a trocear el animal para cargar en sus kayaks tantos trozos como fueran capaces de transportar esa misma tarde y ocultar el resto para volver al día siguiente acompañados de más miembros de la familia. Estaban degustando un merecido trozo del latente hígado del narval cuando Inuk, alertado por un sonido que le hizo estremecerse, giró su mirada hacia el continente. Comprobó para su asombro que, a escasos cien metros de distancia, se acercaba con paso firme y amenazador un enorme oso polar cuyo insaciable apetito se había visto acrecentado, más si cabe, por el olor que desprendía el narval descuartizado. El mayor y más temido depredador de aquellas tierras heladas, imponiendo la ley del más fuerte, no tardó en espantar con sus estremecedores gruñidos a los dos insignificantes inuits, que corrieron despavoridos. Sin tiempo a bendecir los alimentos, el gran oso blanco se puso a devorar el narval recién troceado.

 

Inuk no daba crédito a lo sucedido. Su rostro no podía disimular el enfado que se cocía en el interior de sus entrañas y finalmente terminó maldiciendo la mala suerte. Taatsiaq, en cambio, sabía que el oso, tras saciar su apetito con una porción considerable del narval, se alejaría despacio dejándoles el resto, y por ese motivo mostraba una conformidad y una serenidad acordes a su edad y a su experiencia como cazador.

 

  • Vamos a cazar al oso –le dijo Inuk a su padre.
  • ¿Estás loco? Es mejor dejarle tranquilo hasta que llene su estómago. Cuando lo haga, se marchará, y aún nos quedará una buena cantidad de carne.
  • ¡Ni pensar!
  • Sabes que es muy peligroso. ¿Cómo pretendes hacerlo?
  • Tú sígueme –le dijo Inuk a su padre tras coger un par de cosas de su kayak, que afortunadamente para ellos había dejado varado lejos del narval.

 

Inmediatamente después, Inuk señaló a su padre una roca que, a escasos quince metros de distancia del oso, se elevaba unos dos metros sobre el suelo. Allá se dirigieron decididos padre e hijo, sin llamar la atención de quien les estaba robando el sustento. Inuk trepó sin dificultad a lo alto de la roca y a continuación depositó sobre ella dos pesadas piedras que su padre, desde el suelo, alzó todo lo que su diminuto cuerpo le permitió. Una vez subidas las dos piedras sobre la roca, Inuk ayudó a su padre a encaramarse sobre ésta. Sin quitar ojo al oso polar, el joven y avispado cazador inuit introdujo un pedazo de hígado en un anzuelo que después ató a una cuerda lo suficientemente larga para llevar a cabo el plan que había tramado. Dando muestras de su innata puntería, perfeccionada tras largas horas de práctica, Inuk lanzó el trozo de hígado cerca del hocico del animal, que atraído por el estimulante olor que el jugoso órgano hepático desprendía, no dudó en abandonar lo que en esos momentos devoraba para tragar el señuelo. No tardó Inuk en tirar del cabo para que el anzuelo se clavara en la garganta del feroz oso. Éste, tras notar un terrible pinchazo en sus entrañas, comenzó a gruñir y a mover el cuello violentamente. Inuk, con gran astucia, destensó y tensó la cuerda varias veces, hasta que el oso, sin poder soportar el dolor, abandonó irritado el suculento narval para dirigirse en dirección a los dos insignificantes inuits que, sin duda, eran los que estaban provocándole aquel terrible y desconocido malestar. Cuando el oso se acercó a la roca y se irguió para atacar a los dos hombrecitos, Inuk alzó una de las pesadas piedras y, con todas sus fuerzas, impactó con ella sobre el cráneo del oso, que se desplomó sobre el suelo como si fuera un trapo. Taatsiaq, que no daba crédito a lo que acababan de ver sus ojos, alzó instintivamente la otra piedra y, con una puntería que nada tenía que envidar a la de su hijo, la lanzó sobre la cabeza del más que finiquitado ursus maritimus.

 

Dos días después de aquella proeza, toda la familia festejaba el gran botín compuesto de carne, huesos y pieles, y felicitaba especialmente a Inuk por ser el primer hombre en la historia del pueblo inuit que había “pescado” un oso polar. Le dedicaron canciones, coplas y danzas.

 

Unas millas más al sur, en los alrededores de un iglú situado al otro lado del fiordo, la bella Nuiana y sus dos hermanas estaban ocupadas curtiendo una piel de foca que había cazado su padre días atrás. Estaban calladas, pero de vez en cuando, Nuiana sonreía sin razón aparente.

 

  • Nuiana, ¿por qué sonríes? –le preguntó una de sus hermanas.
  • Eso, eso, ¿dinos por qué sonríes? –insistió la otra con entusiasmo.
  • Por nada. Cosas mías –contestó Nuiana ruborizada.

 

Nuiana, que había tenido detalladas noticias de las hazañas cinegéticas de uno de sus muchos pretendientes, ya había decidido responderle que sí.

 

 

FIN