Islandia es un antes… pero sobre todo es un después

Es medianoche. Todos se ríen. A carcajadas. No han visto auroras, pero les da igual. Nueve personas que comparten una pequeña cabaña al lado de un volcán impronunciable. Despidiéndose. Alargando el momento. Citándose para el futuro. Porque tienen unas auroras pendientes. Y ella piensa que no querría estar en otro sitio.

Dos meses antes no sabía qué hacer. Si atreverse… o no. Si esperar. O intentarlo. ¿Destino apetecible? Mucho. ¿Dudas? Todas. Sola. Iría sola. A un viaje especial pero diferente; demasiado diferente, quizás. Mientras paseaba por la Latina, ese barrio que le encanta, donde se siente arropada, con su bullicio, con su gente, con su ruido… repasaba todos los viajes que había hecho, muchos de ellos sola, pero ninguno como este. Y pensaba en si sería una buena idea probar. Cuando se dio cuenta de que en su cabeza ya tenía hecha la mochila supo que ya había tomado la decisión. Y probó.

Tras una primera noche agotadora, aún con dudas, aún sin saber qué lugar ocupar en un grupo nuevo, aún con la incertidumbre de quien se mueve en situaciones que desconoce, que no controla, pero envuelta en un cinturón de ilusión que por momentos le aprieta y por momentos le impulsa… acabó encontrándose en medio de la escena más potente y brutal que había visto nunca. Haifoss le hizo sonreír. Inmensidad. Profundidad infinita. Destellos de miradas lanzadas en todas direcciones intentando grabar en la retina verdes imposibles que ninguna lente podría retener. Se apartó un momento. Respiró. Y sonrió. Las dudas se difuminaban como lo hace el carboncillo en ese retrato que quieres que pierda precisión y gane en intensidad. O en realidad. Definitivamente había sido un buen día. La calidez de una cena relajada, sabrosa, en una cabaña al lado de un río y con ocho personas que, aunque aún con síntomas de timidez, empezaban a darse a conocer, le dio las buenas noches. Y deseó que llegara el día siguiente.

Y llegó. El día siguiente llegó. El mayor derroche de emociones de la semana le pilló descolocada. A contrapié. Ella siempre había renegado del coaching barato, de la filosofía de barrio, de los mensajes fáciles; “lo importante no es el destino, sino disfrutar del camino” decían… de esa necesidad de ser feliz sin ganas, de esa obligación de estar alegre porque es lo que toca. Del porque sí. Y se sorprendió a sí misma intentando arrancar segundos de un viaje en furgoneta en el que le daba igual a dónde tenían que llegar. Le daba igual porque sus ojos, su mente, su piel, le decían que aquellos paisajes de colores entremezclados que veía desde la primera fila de la furgoneta, esos ríos, esas cascadas, esa ausencia de todo y esa plenitud de nada… eran en sí mismo un destino. Un destino compartido con ocho personas que empezaba, solo unas horas después de conocerlas, a sentirlas muy cerca. Y Landmannalugar no fue un destino. Landmannalugar fue un regalo. Trescientos sesenta grados de regalo. Ese día no duró veinticuatro horas. Ese día el tiempo se detuvo.

Y los días pasan. Las experiencias visuales se aceleran. Las experiencias grupales potencian las ganas de mirar a todos lados. La ilusión al descubrir cada cabaña, cada casa, cada rincón. Los brindis. Las mojaduras. Las prisas. Los volcanes que se atragantan entre risas y letras mal pronunciadas. Las guitarras. La curiosidad. Las ovejas de tres en tres. Los martinis en vaso de plástico. La lluvia. La lava. El frío. El azul. La paz.

La sonrisa de Edith.

La dulzura de Carmen.

La fuerza de Débora.

La simpatía de Paco.

La curiosidad de Violeta.

La ironía de Fabián.

La ilusión de Laura.

Y la entrega de Luca.

Igual que el primer día, se aparta un momento. Respira. Y vuelve a sonreír. Se siente afortunada.

El día previo al final llegó sin avisar. En la cabaña apuran los minutos. Los llenan de recuerdos; bocetos de memorias que esculpen y dan forma. Y cada uno se despide a su manera. Auroras no vistas. Arroz. Novias chinas. Constelaciones. Santa Claus. Y un régimen severo. Ella trata de retener ese momento con más fuerza aún que cada una de las escenas de días pasados. Es medianoche. Todos se ríen. A carcajadas.

Tres días después vuelve a pasear por la Latina. Un escalofrío le recorre la espalda mientras camina sintiendo un bullicio que ya no sabe si le arropa, mientras ve a una gente que ya no reconoce y mientras mira un cielo que es azul… pero no tanto.

 

Autora: Silvia Pérez Díaz

Viaje: La ruta del Sur de Islandia (30/Agosto 2017 – 6/Septiembre 2017)